Opinión

La riqueza

Hace unas semanas un pseudogrupo cuasivecinal semiorganizado, liderado por un zagal fundamentalista, llamaba a la acción contra las casas de apuestas que medran como setas en todo lugar habitado. Eso sí, con la salvedad de barrios acomodados o pudientes, donde se desentendían de las consecuencias del juego, tras clasificarlo en el conflicto exclusivamente obrero, como si los grandes casinos carecieran de impacto entre adinerados, la ruina fuera patrimonio exclusivo de humildes, o el daño de la ludopatía afectase sólo a las rentas básicas.

Dos días después un pasquín estampado en el tablón de anuncios de un centro de enseñanza pública invitaba a asistir a un ciclo de charlas donde otro mancebo de la misma quinta abordaría, por un lado la su visión de la realidad económica actual, animando por el otro a la lucha de clases. No deja de ser sorprendente que, en pleno año 2019, aún exista gente en los barrios que, bajo cualquier excusa, inflaman proclamas a favor de la lucha de clases. Más que nada porque habría que valorar, a estas alturas del partido, el heterogéneo tejido que nutre ese orden social, lo mismo que su ubicación, donde los coches de gama alta dan lugar para más de una sorpresa. 

Ajustándose a la definición del materialismo histórico dialéctico, en un flanco se sitúa la fuerza de trabajo representada por los trabajadores -valga la redundancia-, y en el opuesto los dueños de los medios de trabajo, despectivamente llamado el capital por ese neomarxismo burgués en zapatillas de andar por casa, que de un tiempo a esta parte se viste de coleta, la mejillas ávidas de vello entre un proyecto de barba, o rímel semigótico, pelos de colores, despeinado acorde a halloween de duración anual, y camiseta con eslogan a caballo de lo social y lo insultante.

Lo del comunismo acomodado viene a cuenta de que no tiene color un trabajador de principios del siglo XX frente al del XXI. El primero rozaba el martirio con jornadas de 12 horas de lunes a lunes, sin coberturas sociales, sanitarias, protección, etc., en una carrera contra reloj con una corta expectativa de vida, con un itinerario laboral incapaz de sostenerlo más allá de 10 años, expuesto siempre al accidente mortal o incapacitante pero ausente de subsidio. El proletario actual se sitúa en el cielo burgués de aquel otro. 

En medio de esa tensión amaneció una casta de políticos que, ignorando a Schopenhauer, desconocen que la riqueza es como el agua salada que da más sed cuando más se bebe, ni qué decir ya la avaricia ciega. Fue Savater el cronista de la anécdota que involucró a Otelo Saraiva de Carbalho y Olof Palme. Ante la pregunta del entonces premier socialista sueco al integrante de la Junta de Salvación Nacional que gobernó Portugal tras la Revolución de los claveles, el exmilitar lusitano afirmó contundente “en Portugal queremos acabar con los ricos” a lo que el escandinavo respondió tajante "qué curioso, nosotros en Suecia solo aspiramos a terminar con los pobres".

Es fácil distinguir a los estadistas de los oportunistas mentecatos. Los primeros se esfuerzan en crear las condiciones idóneas para generar riqueza, los segundos prometen sacársela a quien la tiene para repartirla entre todos, conscientes o no de que, con ello, el dinero se esfuma dejando tras de sí un rastro de indigencia. 

Porque lejos de que cada ciudadano posea un yate o un avión privado -que no es sino ostentación y derroche-, la riqueza es un techo confortable bajo el que descansar seguro; el trabajo digno y honroso, el acceso a una educación completa, permanente y gratuita, o la asistencia sanitaria universal, además del óptimo estado completo de bienestar, físico, mental y social, y no solo la ausencia de enfermedades. En definitiva, todos esos bienes situados en ámbito de los derechos. Lo demás es privilegio, objeto de deseo por el que siempre pugnan aquellos que se rasgan las vestiduras satanizando el enriquecimiento. Por lo tanto, mejor será desconfiar de quien promete milagros porque en el reparto acostumbran a dejar sólo pecados.

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