Opinión

No es no

Desmemoriado, Sánchez suplica exigente una menestra de abstenciones y apoyos imposibles para aguantar el tipo en su proyecto de investidura. Atrás queda su sonado “no es no”, con el que laceró, más que a Rajoy o a Rivera a todo el país, sin importarle paralizarlo durante un año. Si no fuera porque quien lo va a pagar es la ciudadanía, merecía comer ahora de su misma sopa, asumiendo lo razonable  que sería convocar nuevas elecciones en busca de un gobierno garantista.

Tres legislaturas después, la nación sigue en punto muerto sin que a excepción de Vox -por muy rudo que suene-, nadie se haya tomado la molestia de preparar, no ya un programa decente sino un simple programa, capaz de ilusionar al electorado, conformándose con arañar papeletas desgranando discursos vacíos, e invocando el voto útil aliñado con la estrategia del miedo, amenazando por un lado con esos rojos bárbaros que borrarían las garantías democráticas, o de aquellos azules terribles -ahora verdes-, que liquidarían el Estado de derecho, como si España fuera una aldea tercermundista sin Constitución.

Resulta tan patético culpar de la situación a la sociedad, como insultante a la inteligencia pretender que los pactos -o chanchullos- postelectorales reflejen la voluntad de la ciudadanía. Ningún votante de C's depositó su papeleta con la intención de que su partido formara gobierno con el PSOE, ni los simpatizantes del PP lo hicieron deseosos de que Sánchez  fuera un águila bicéfala con Pablo Iglesias, ni el militante de Podemos buscó nunca con su voto una coalición gubernamental con Abascal. La responsabilidad de la composición del Hemiciclo y su  ingobernabilidad es de unos aspirantes que, lejos de buscar la mayoría absoluta, antes de los comicios se enredaron en las cuentas de la lechera, fantaseando con quién pactarían para seguir sentados sin dar un palo al agua.

Por si no bastara, en la carrera por la Moncloa, Sánchez descolgó de la quiniela a Vox, excluyendo así a casi un 11% de españoles con los mimos derechos, voz y voto, a los que paradójicamente aspira a presidir. Y eso sin aclarar por qué ningunear a los ultraconservadores sin darle igual jarabe a Izquierda Unida Podemos, que a fin de cuentas no dejan de ser las dos caras de la misma moneda, cuando lo que teóricamente se busca es un acuerdo que garantice la funcionalidad del Estado. Algún día un preclaro presidente tendrá que explicar por qué se toleran las dictaduras de izquierda como China, donde los derechos humanos se machacan con tanques sobre los civiles en Tiananmén, pero mareando hasta la náusea con un dictador que cría malvas desde hace nueve lustros, cuando los tres años del pequeño Pedrito aún eran excusa para no saber hacer la o con un canuto. Queda por averiguar qué  diferencia al régimen comunista de Cuba o el de Hanoi del franquismo, advirtiendo a las mentes más progresistas de que en Pekín aún rige la purga, la policía política, la falta de libertad de expresión e ideológica, el control forzado de natalidad y, por supuesto, la pena de muerte.

Sin obviar que el fantasma del Caudillo atormenta su sueño -y, claro, así le va luego en la vigilia-, en este tira y afloja, cada vez que se le alborota el gallinero o lo adelanta la tortuga, Sánchez aprovecha para lanzar sondas entonando su mantra escatológico de remover a un Franco transmutado en vaca sagrada, y es que no hay en toda la historia de la democracia, a excepción de ZP, nadie que le haya sacado más rendimiento al generalísimo. Un espectro que no deja de vapulearlo  hasta el punto de que a este ritmo, como no vaya a hurtadillas con una palanca, sale él antes de Moncloa que Franco del Valle de los Caídos.

España va mal por simple falta de compromiso de unos políticos que, carentes de toda empatía, se mueven por el único interés egoísta de encaramarse al poder, aún al precio de vender el alma a una minoría a quien el conjunto de la sociedad tendrá que pagar un vasallaje inasumible. Convendría recordarles los postulados de Asoka, fundador del budismo: verdadera conquista es ganar el corazón de los hombres por la ley del deber y la piedad, permitiendo que todos sin excepción disfruten de seguridad, libre disposición de sí mismos, paz y felicidad.

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