Opinión

El ocaso de los dioses

Aún no enfriaron las urnas en Estados Unidos en medio de la polémica por la designación del nuevo presidente cuando los resultados cuestionan a la democracia mundial por excelencia. No por los votos críticos, que entran dentro de la lógica aun soslayando la mayoría aplastante del republicano frente a su rival Clinton, sino porque el populismo, sea de la naturaleza o en el país que sea, actúa siempre en la misma línea.

Los analistas más optimistas auguran un futuro negro para la economía del gigante americano en caso de que el flamante dignatario lleve a cabo su programa electoral. Pero que nadie se engañe, ni Clinton es Dios ni Trump el Anticristo. Cualquier mandatario estadounidense está sujeto al poder del Congreso y el Senado que, en función de las negociaciones y acuerdos a los que lleguen, le permitirán un mayor o menor margen de maniobra, por lo que muchos temores quedan descartados. Ni tiene una constructora para levantar el muro, ni Peña Nieto se lo va a pagar. Ni siquiera puede aspirar a que Pink Floyd le ponga banda sonora a la primera piedra.

Por otro lado, por más explosivo y egocéntrico que se muestre, Trump no alcanzó su patrimonio siendo un ignorante ni un tronado. Por más arrogante y osado que aparente no deja de ser lo bastante cauto como para conservar su fortuna, lo que implica mucha más prudencia y mano izquierda de lo que en principio pudiera aparentar.

Dejando al margen que en una democracia son los ciudadanos quienes eligen a sus representantes, como un derecho exclusivo, soberano y excluyente del resto de naciones, hay quien no deja de hacer analogías gratuitas sobre el ascenso al poder de Hitler. Nada más lejos de la realidad, el jerarca nazi disponía de toda una infraestructura y un ideario del que Trump carece por completo.

Por supuesto que su mandato puede suponer un serio revés para la economía y la política exterior de los Estados Unidos frente a sus aliados occidentales, pero no menos cierto es que la hegemonía que ejerce cada país en un momento histórico no es una plaza en propiedad para la eternidad.

España fue en su momento el país más importante del orbe, posición que luego ostentó Inglaterra. La II Guerra Mundial dirimió la cuestión de quien lideraría el mundo, inclinándose a favor de Norteamérica en detrimento de Alemania.

Los tiempos mudan y Estados Unidos se van enfriando. Nuevos dirigentes surgen en los distintos países que reclaman el liderazgo y un nuevo concierto mundial. Establecer ese nuevo orden no implica más conflictos bélicos. Las aspiraciones de la población mundial apunta a nuevos retos. Los ciudadanos del mundo han cambiado su filosofía y sus exigencias. Demandan un nuevo ritmo político sosteniendo un pulso con la historia. Desde la primavera Árabe hasta los movimientos sociales que han sacudido a Europa en los dos últimos lustros, anuncian un nuevo paradigma evidenciando el ocaso de la vieja guardia.

La cara más sucia de la política sólo deja ver las sombras, ocultando que junto a ellas siempre hay luces, por descontado también en Donald Trump, lo que no aparta la incertidumbre de quien pugnará por liderar el mundo con una llama tan vacilante.

La elección de un Trump alborotado y prepotente es una simple muestra más de la decadencia de un sistema que ya ha entrado en barrena. Esto debería invitar a la reflexión sobre el futuro que a la humanidad le espera, aunque como dijo Carl Jung, pensar es difícil, es por ello que la mayoría prefiere juzgar.

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