Opinión

Odio

Nadie cuestiona que la democracia es el mejor sistema de gobierno, incluso matizando las distintas variedades que existen. Aceptada esta premisa, y pese a la aversión que muchas personas muestran, si hay un agente esencial en una democracia son los partidos políticos ya que, si bien por un lado canalizan la expresión de la ciudadanía, por el otro, lejos de lo que alguno ingenuamente crea, ahorran sumas astronómicas al erario. Convocar unas elecciones y desarrollar una campaña sin la concurrencia de los partidos políticos sería, a efectos prácticos, económicamente inasumible para el Estado.

La pregunta lógica que se suscita entonces radica en conocer el origen de tal aversión, siendo la respuesta simple. Los partidos entraron en crisis a nivel mundial a partir de los años 90 del pasado siglo, en gran medida como consecuencia de una retroalimentación entre políticos y medios de comunicación, al lanzarse los libre designados una carrera disparatada por capitalizar el voto.

Esta es la causa del desgaste y la perdida de confianza de la ciudadanía, dando como consecuencia parlamentos multicolor y países ingobernables, al carecer los ejecutivos de mayoría suficiente para afrontar una legislatura sin desvanecerse en el intento, o prevalecer al precio de concesiones inasumibles a sus socios de coalición.

A la evidente falta de estadistas, se suma la ausencia de líderes plausibles, ya que el carisma no es un atributo que se venda en un bazar chino sino una cualidad innata en algunas personas que, lejos de decidir que sean los demás quienes lo secunden, son los otros quines lo siguen. Por antonomasia, esto establece la clara diferencia de personajes como Pedro Sánchez, no mucho más que un simple jefe del cotarro; Pablo Iglesias, quien desde su hipotético retiro insiste en ser el patrón de la fábrica, o Gonzalo Caballero, una entelequia cuya posición se presume más por su ascendencia de una dinastía ecuestre que a sus discutibles capacidades -pese a su autocomplacencia, responsable del naufragio del PSdeG-, a no ser que busque repetir como su tío, cuando cese, para acabar siendo regidor olívico tras su descalabro como aspirante a presidir la Xunta.

La estrategia seguida por candidatos y partidos a partir de este rechazo de la sociedad ha consistido en una de las más peligrosas y reprobables: el uso espurio del poder y de los medios, politizando la violencia, para provocar un enfrentamiento social que alimenta una brecha cada vez más acusada.

Lejos de entonar un mea culpa por sus errores -de los que nadie está libre-, y arrimar el hombro para conseguir acuerdos que beneficien al país de manera global, han apostado por un cruce permanente de acusaciones, en una maniobra de acoso y derribo del rival, que apenas persiguen satisfacer sus propias ambiciones de poder. Una consecuencia inevitable, y que cada vez más se ve a pie de calle donde la gente evita pronunciarse por miedo a ser atacado, se hace visible en las redes sociales, donde la amenaza es continua, traduciéndose a la postre en todo tipo de agresiones.

Resulta imperativo cambiar de táctica. El odio no se soluciona con normas sino con modelos de conducta. Las leyes de odio apenas reflejan el fracaso y omisiones de unos políticos causantes del más encarnizado enfrentamiento social. Legislar el odio es tan absurdo como ordeñar gallinas, al ser una emoción transmitida por prejuicios dentro del entorno. El odio no se combate con leyes sino instruyendo y, dado que enseña más un buen ejemplo que mil lecciones, los políticos deben cesar en este clima de hostilidad y convertirse en un prototipo de virtud, espejo donde se pueda mirar la ciudadanía. Ahogar al ciudadano con más normas sólo aumenta la presión en una olla que acabará explotando. Se trata de educar en la paz, en la tolerancia y convivencia, evitando campañas contra la violencia sectorial, porque centrarse en exclusiva en la de género politizándola, sólo sirve para dejar la puerta abierta a consentir el resto de ensañamientos. Así las cosas, respondiendo al odio con leyes, ya están los políticos tardando en aplicárselas.

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