Opinión

Quinientos insensatos

La historia tiene una extraña forma de repetirse o de no morir nunca, que para los efectos es lo mismo. Un año es el lapso que ha transcurrido entre mascarillas, bandazos de las autoridades, infectados, muertes... Vaya por delante que ningún país -ni por descontado ningún gobierno-, dispone de la dotación necesaria de medios para afrontar una pandemia. Este hecho, que parece escapársele a muchos avezados conspiranoicos, obedece a que ninguna Administración puede, en condiciones normales, movilizar los recursos que urgen una catástrofe de esta naturaleza y que, por ende, sólo se requieren en la dimensión de su excepcionalidad. Fuera de la situación particular generada por el virus, además de económicamente insostenible, carecería de razón de ser, además de ser inoperante semejante  infraestructura sanitaria. Dicho esto, y matizando la desidia  del legislador del año 1981, al no desarrollar la ley que permitía la declaración de los estados de alerta, excepción y sitio, cabe razonar que, a día de hoy y con la que ha caído, de manera inaudita la norma sigue sin haberse desarrollado. 

Cabría preguntarse por qué en marzo del pasado año no se declaró el estado de excepción en lugar del de alerta, explicándose la motivación de Moncloa en la obligación, casi inevitable, de haber tenido que trasladar el mando a un Gobierno tecnócrata, pasándole bajo los morros al águila bicéfala del bipartito que el jefe de Estado, entonces y con más razón en estado de excepción, sería y es Felipe VI, concesión que a Pablo Iglesias mucho le cuesta hacer, por lo que el Gobierno de coalición optó por la fórmula de la Alerta que permite al Ejecutivo gobernar a golpe de orden ministerial, pasándose el procedimiento parlamentario por el arco del triunfo.

Y así nos encontramos que un año después del 8M de 2020 autorizado a nivel nacional por el Gobierno central a través de sus delegados y subdelegaciones, en medio de un tira y afloja informativo relativo al entonces incipiente drama del covid-19 cerniéndose sobre el globo, haciendo caso omiso a las advertencias de la OMS o de los servicios sanitarios y de inteligencia de medio mundo, en España se convocó y celebraron tales manifestaciones, con el lamentable resultado de propagación de la enfermedad, luego conocidos y reconocidos a regañadientes por el trío Sánchez-Simón-Illa. 

No bien la torpeza y falta de miras supuso una segunda y tercera ola por la laxitud de medidas en verano y navidades, el país comienza a salir de un nuevo confinamiento en el que, siguiendo anteriores pautas, se han cerrado parte del comercio, la hostelería; interrumpido infinidad de actividades, suspendiendo las clases presenciales, fomentando el teletrabajo, e impidiendo reuniones de no convivientes para exhortar el riesgo de contagio. Ello justificó  la cancelación del carnaval, el cierre de bibliotecas, gimnasios y un largo etcétera, por el riesgo exponencial de transmisión que supone reunir a más de media docena de almas. 

En medio de esta vorágine Sánchez presionó al Parlamento para prolongar el estado de alerta que le confiere casi plenos poderes pero,  en lugar de prohibir un nuevo batacazo para el 8M -claudicando ante unas minorías ajenas al interés general-, se desentiende evitando enviar representantes a la convocatoria, como si el delito de omisión con resultado de daños para terceros no fuera con él. Sobre los ciudadanos gravita la razonable duda de que si no se pueden reunir más de cuatro no convivientes por el riesgo que supone, por qué se autoriza a que se junten quinientas.

Una simple manifestación, o tropezar dos veces en la misma piedra, no va a repercutir en  la mejora de derechos civiles, porque no es la irreflexión sino la democracia lo que hace iguales a hombres y mujeres. Evitar males mayores pasa por aplazar el 8M hasta nueva orden, recurriendo a las nuevas tecnologías para celebrarlo. Nunca hasta hoy el mundo se ha enfrentado a una amenaza de tamaña magnitud. Jamás el orbe ha sido tan pequeño para un enemigo tan despiadado y poderoso como  invisible. El futuro depende en igual medida de la solidaridad y responsabilidad individual y colectiva. Hoy, más que nunca, debemos tomar conciencia de que el destino global de la Humanidad descansa en las manos de todos y de cada uno.

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