Opinión

La redención (I) Francisco

Desde Ayuso, a Espinosa de los Montero o Aznar, pasando por una nutrida nómina de meapilas de corto entendimiento, hasta una caterva de ateos, paganos y apóstatas cagatintas -paradójicamente de hábito, propicios a exigir disculpas de la Iglesia-, a lo Fuenteovejuna se afanan todos en criticar las últimas palabras de un más que justificado acto de contrición del Sumo Pontífice en México.

Implorando indulgencia por los yerros personales y sociales -lo mismo propios que de sus antecesores -, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización, la voz de Bergoglio parece haber levantado ampollas entre aquellos de comprensión lectora limitada, que pronto se rasgaron las vestiduras por poner en su boca palabras nunca pronunciadas.

El Santo Padre no ha perdido perdón por las faltas ajenas, que a fin de cuentas es cada palo quien tiene que aguantar su vela, sino por los pecados cometidos por la Iglesia durante la conquista de América, que fue española y no esquimal, sin escatimar un sonoro mea culpa por los profusos casos de abusos sexuales a menores efectuados por Marcial Maciel al frente de la congregación de los Legionarios de Cristo.

Antes de elevar el tono, quienes tanto dramatizan acusando al papa de populista, politizando su mensaje y asimilándolo con la izquierda latinoamericana, tan merecedora de existir en un sistema democrático como el neoliberalismo, deberían dedicarse a estudiar algo de Historia, a ver si les valía de cura de humildad.

Una vez descubierto el Nuevo Mundo, la búsqueda por legitimar su ocupación y sometimiento, llegó de la mano del papa Alejandro VI -padre, entre otros, de César y Lucrecia Borgia-, quien en 1493, atribuyéndose un dominio global sobre el Universo, mediante las Bulas Alejandrinas, Eximiae devotionis y Dudum siquidem, otorgó a España y Portugal el derecho sobre el resto de monarquías a catequizar a los infieles indios, sometiéndolos y dominándolos.

Con tal donación, que abarcaba a todos los herederos de la Monarquía Hispánica, el papa otorgó de facto la titularidad de las tierras, reinos e imperios del Nuevo Mundo a España, dando pleno dominio sobre los indígenas y autorizando su esclavitud.

Ante el atropello que en sí significaba tal acción bélica, amparándose en las guerras contra el infiel durante la Reconquista, se desarrolló un subterfugio legal que permitiera apropiarse de bienes, tierras y habitantes en caso de que los indígenas del nuevo continente se opusieran al dominio imperial o a ser evangelizados.

La repercusión de ambas bulas -cuestionadas por defensores de los indígenas como fray Bartolomé de las Casas-, son las que con posterioridad constituyeron la banda sonora de los vientos de guerra que han “legitimado” conflictos como la ocupación, por parte de Estados Unidos, de Vietnam, Granada, Panamá, Afganistán, Iraq o Siria.

Esta es parte de la verdadera crónica de la colonización de América que ocupa a la curia romana. ¿Que los aztecas, mayas toltecas, olmecas, incas y demás pueblos nativos se mataban entre ellos en brutales orgías de sangre? Sí, sin duda les sobraba violencia y les faltaba templanza, no muy alejada de quienes tanto han criticado estos días a Francisco I desde la ignorancia. Pero de igual modo que cuando el Imperio Romano sometió a Hispania, aunque le transmitiera una cultura, igual el papado alentó la sumisión de América pese al legado cultural español, lo que no obsta para que existan turbios episodios por los que no está de más excusarse, porque de hombres es errar y de sabios reconocerlo.

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