Opinión

Rejas, jijas y rabas

Estas son, ente las muchas, las especialidades cántabras que quien se acerque a Santander, puede degustar como pinchos o tapas, al calor de un vino o una sidra, que para todos los gustos hay. Sin trampa ni cartón, se elaboran a base de pota, una variedad algo más basta de calamar, pero que en manos expertas se convierten en tan exquisito bocado como esas rejas que evocan lo que en Galicia llaman a las puntillas de calamar, para rematar el ágape con rabas, que aunque en otras latitudes se llegan a preparar de carne de cerdo -dándole incluso el nombre al picadillo para elaborar el chorizo-, que desde Santillana del Mar o Cabárceno, pasando por San Vicente de la Barquera hasta darse de bruces con la playa del Sardinero, allí elaboran con el gustoso molusco.

Con todas las semejanzas que unen a cántabros y gallegos, sin dejar de lado a asturianos, ahí está la clave de la cuestión, porque si en la tierra santanderina la sepia es sepia, el chipirón, chipirón, y el calamar es calamar, en Galicia andan de cabeza con el pulpo, que no deja de ser buque insignia de su gastronomía, acaso por extraña e inusitada empatía con el sabroso octópodo.

Y es que desde aquellos pequeños ejemplares característicos de la costa gallega, por falta de capturas y puro agotamiento, los congeladores gallegos han tenido que ir allende el océano, a buscar materia prima a donde exista y comercien, desde Agadir, aprovechando el paso por Mauritania, hasta Yucatán, en pleno Golfo de México, recién convertido en una gigantesca cazuela por culpa de una explosión en el gasoducto de Pemex, que amenaza con cocer todo el marisco de la periferia y, al calor de la temperatura, alterar bastantes más ecosistemas marinos.

Tanto trasiego por la mar océana persiguiendo el sabroso ingrediente que en las expertas manos de pulperas de Santa María de Arcos, en Carballiño, o en las de Melide, por citar ambas las dos cunas de interior, se transforma en los más exquisitos preparados “a la feria”.

Pues he ahí la desazón, porque a la luz de la desmesurada cotización que está adquiriendo en los mercados internacionales, empiezan a salir los sucedáneos que, con nombres en ocasiones caprichosos, en otras exóticos, y las más de las veces oscilando de lo engañoso a lo fraudulento, a estas alturas ya se puede encontrar en el supermercado conservas en lata, no de pulpo, que es lo que menos, sino de “tentáculos de cefalópodo” en aceite de girasol o de oliva. Claro que, siendo un cefalópodo, no todos los cefalópodos son pulpo, desde el momento en que ese grupo de invertebrados abarca a unas 800 especies distintas que incluyen también a calamares, sepias, chocos, nautilos y espirúlidas, entre otros, incluyendo a los hasta ahora al menos no comestibles, mientras no se desarrollen nuevas habilidades tecnológicas que permitan convertir una piedra en un queso.

¿Que a qué viene todo esto? Pues que ante el coste de la materia prima, la alimentaria Pescanova ha decidido invertir 65 millones de euros en la primera granja de pulpo de Gran Canaria, un esfuerzo y emprendimiento realmente loable ya que, si por un lado coloca al país como productor pionero, por otro lado habrá que considerar sus implicaciones políticas. Lo que diferencia a la empresa privada de la actividad política es que en la primera no acostumbran a darse improvisaciones, antes bien, todo producto que sale al mercado acostumbra a ser fruto de todo un proceso planificado a lo largo de períodos razonables de tiempo.

Caso completamente opuesto a las decisiones políticas, que acostumbran a torear la situación cuando ya se hace insostenible, repentizando parches que mal remiendan el problema, pero eludiendo siempre coger al toro por los cuernos, porque si en el presente ya se ven los meneos que Rabat le mete al Gobierno de España, cuánto tardarán en reivindicar como suyas las Canarias, no ya por el crudo que las rodea, que en la carrera por el coche eléctrico tiene los días contados, si no por no poder vendernos -y de paso extorsionar a España- su pulpo.

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