Opinión

Soberanía

Vaya por delante que es tan necio presuponer que los blancos son mejores personas que los negros o que los hombres son superiores a las mujeres, como que, simplemente por serlo, los pobres son buenas personas y los ricos malos. Dicho esto, conviene aclarar otros conceptos que acostumbran a llevar a error a quien no reflexione brevemente sobre las tonterías que propagan interesados en hacer caer a los poco avisados en trampas para tontos.

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Para entenderlo es necesario partir de un esbozo de las grandes multinacionales, cuyo buque insignia acostumbran a ser las energéticas, las empresas de informática, nuevas tecnologías y telecomunicaciones; grandes farmacéuticas y los fabricantes de automóviles, a quienes se les asigna el mayor peso de la economía mundial, dejando habitualmente de lado a la industria que verdaderamente determina la supervivencia y el vaivén de los países, aquellas que controlan el mercado del agua y los alimentos.

Haciendo memoria de aquella operación Pokemon que investigaba la relación entre cargos políticos y el suministro de agua doméstica, no deja de resultar llamativo el lavado de cara que supuso cambiar el nombre de la concesionaria que, de empresa particular, transitó a mixta administrativo- privada, fórmula muy habitual en este tipo de concesiones, para sortear la evidencia de que, por más que desde el estamento gubernativo se atribuya su comercialización y titularidad, el agua a fin de cuentas no deja de ser un bien público, esto es, propiedad de todos los ciudadanos.

Esta circunstancia, unida a las cada vez más implementadas leyes de transparencia que se van imponiendo en las democracias avanzadas, obliga a que la información relativa a la gestión de lo público se haga accesible al conocimiento de todos, resultando que, con un paciente seguimiento, se puede inferir que mediante un complejo conglomerado societario, a la postre resulta que son los mismos quienes explotan el abastecimiento de Madrid que el de Barcelona, El Cairo, Munich, Nueva York, Nigeria, Perú o Namibia.

Tampoco deja de ser sorprendente, cuando se realiza un análisis minucioso y exhaustivo que abarque a todo el proceso productivo alimentario, desde la selección de especies, abastecimiento de semillas, fertilizantes, pesticidas, medicamentos, etc., etc., aún existiendo en medio productores aparentemente autónomos que en realidad dependen de servicios de aprovisionamiento y distribución ajenos, la realidad es que el conjunto global de alimentos en el mundo se reduce al control de cuatro familias. Un puñado de apellidos que, por generaciones, determinan cómo, dónde, cuándo, cuánto y, sobre todo, quién y quién no come.

Con presencia internacional y arrogándose un poder supranacional, desde hace tiempo estas firmas pretenden eludir someterse a la legislación de los distintos estados donde operan. Aprovechando las nuevas tecnologías de la información y el acceso universal a internet, intentan propagar la falacia de la globalización, pasando por alto las más que evidentes diferencias culturales, políticas y económicas entre los distintos pueblos que habitan la tierra. Basta abrir los ojos para comprobar las desigualdades astronómicas que marcan ser un habitante de California, Francia, Etiopía o Haití. El conjunto de medios de transporte y comunicaciones han convertido al orbe más que nunca en un pañuelo, pero eso no significa que la globalización exista.

De ser así toda la humanidad viviría con bienes y derechos similares. Basta apreciar cómo malviven naciones enteras para esclarecer que esta concepción se aleja diametralmente de la realidad. Más ajustado sería afirmar que el planeta está mundializado. De ahí el acierto histórico del G7 al imponer el nuevo régimen fiscal, obligando a tributar en el país donde cada empresa produzca. Así, a la ventaja de una redistribución más justa de la riqueza, se sumará el freno al poder desaforado de las multinacionales sobre los estados, resultado por fin una norma que beneficiará a todos.

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