Opinión

El valor de una promesa

Apocos días de que el respetable confíe el futuro a las urnas, los partidos se apuran en arañar unas papeletas que en ningún momento les supondrá la entrada por la puerta grande en el Hemiciclo.

Las razones son obvias: hace seis meses los españoles no depositaron su confianza en ningún partido para que gobernara. La estrategia de las formaciones políticas fue atribuir al electorado su voluntad de que los partidos pactaran, lo que no deja de ser una falacia, ya que el mensaje de los ciudadanos más que claro fue diáfano: con su dictamen demostraron que nadie ofreció un programa electoral satisfactorio, al tiempo que ningún candidato se hacía acreedor de su confianza. Así de simple y manifiesto se pronunció el país.

Pese a ello los interesados, luego de apurarse en inventar la trola de que los españoles querían pactos, lo único que hicieron fue defraudarlos por segunda vez al no cumplir siquiera con ese hipotético mandato popular, viéndose abocados a una nueva convocatoria electoral, por hacer primar los intereses de los partidos sobre los de los ciudadanos y del Estado.

Y por supuesto, como no hay dos sin tres, avanzada ya la campaña de la nueva cita con las urnas, a los aspirantes siguen sin darle las cuentas, asumiendo que ninguno alcanzará la mayoría necesaria para gobernar, pero sin haber obrado el más elemental acto de contrición. ¿Por qué no consiguen la anhelada ventaja? Pues sencillamente por la misma razón que no la obtuvieron en diciembre de 2015, porque al electorado sigue sin convencerle sus propuestas, y por la ausencia de un postulante acreedor de su confianza. Así de simple.

La pregunta lógica es pues, ¿pero entonces qué está pasando?. Pues obviamente que los partidos han preferido seguir ignorando al pueblo que debe refrendarlos, sabedor de que el sufragio en blanco no es un voto crítico sino al que le sacan rendimiento, y que la Ley D'Hondt, la que rige el derecho electoral de esta nación, les va a beneficiar aunque sea absolutamente anticonstitucional y suponga en si misma un fraude, ya que esta norma establece que el voto de unos ciudadanos vale lo mismo que el de ocho, mientras el de otros votantes valen la sexta parte, lo que directamente hace polvo la igualdad jurídica de todos los españoles.

Esta artera ley, que va a otorgar ochenta escaños a quien sólo tenga votos para ocupar cuarenta, mientras apenas permitirá acceder a veinte a quien haya obtenido sufragios como para ostentar sesenta, es una de las causantes de todo este galimatías que los partidos políticos siempre han rehuido derogar, a favor de un método de estimación que establezca que el voto de todo español debe valer exactamente lo mismo que el de cualquier otro. Quizá ahora, saliendo algunos perjudicados fruto de los previsibles resultados electorales, estén más dispuestos a modificarla.
En cualquier caso, ninguneando a los votantes, para esta próxima cita electoral del 26-J los sondeos prevén que los candidatos van a llevar el mismo zasca en toda la cara, algunos con más cardenales que otros. De ahí que haya quien ya esté canjeando cromos con los compañeros —y no tanto—,  en el patio del colegio mientras el pueblo, en esta ocasión insumiso, aguarda que cambien el chip aunque, como con tanto acierto afirmó el inefable Pepe Mújica, “el poder no cambia a las personas. Sólo revela lo que verdaderamente son”.

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