Opinión

La bañera

Hoy me inspira el escribir un mueble, mueble objeto que se suelda a la casa incluso antes de que la cerradura de la puerta y que permanece posteriormente a nuestra vista toda la vida, porque si bien es posible que no se use cada día lo que es seguro es que la veamos siempre desde otro ‘objeto’ dentro del mismo habitáculo, que éste sí no puede dejar de utilizarse no una sino varias veces cada día, y si no es así es que pasa algo raro en nuestro cuerpo y hay que acudir raudos al médico que nos diagnostique el problema. Decido hacerlo, escribir sobre la bañera, estando en ella con los ojos cerrados de ensueño al escuchar un nuevo disco de Leonard Cohen, octogenario que es todo un símbolo para el respeto que todos debemos a nuestros mayores, sobre todo ahora que se están planteando en algún lugar, no me acuerdo cual pero no me extrañaría que fuera el nuestro, que ni siquiera puedan los mayores de setenta conducir automóviles, como si no hubiera posibilidad de testar la capacidad mediante test físicos cada cierto tiempo. ¡Mayor respeto, coño!, que por mucho que hayan prejubilado a miles de compatriotas a los cincuenta y cinco esto no quiere decir que la expectativa de vida en plenitud de facultades haya decrecido sino al contrario. Les decía que mojado por la voz del poeta al cantar su nueva música comencé a susurrar la letra que ahora escribo para aseverar que el placer máximo no depende sino de nosotros mismos y que no hay nada mejor que esos pequeños placeres, porque no nos vician ni tampoco nos hacen rehenes de ellos, tan sólo nos proporcionan puntos de conformidad con la vida, esos puntos suspensivos que nos dejan intuir un camino por delante donde otros pequeños placeres nos esperan.

Pues bien, uno de esos pequeños placeres que disfruto, cuando tengo algo de tiempo, es el que me proporciona precisamente la bañera; por supuesto, me refiero a la bañera llena de agua caliente. Y digo ‘la bañera’, en singular, porque si bien no es única y he probado otras que me han proporcionado parecido gustillo, cómo puede ser la de algún hotel, no hay ninguna como la mía, la más cercana, la que me da el calor justo que necesito en cada momento. Conozco sus grifos, el punto de presión que hace la espuma adecuada, su toque ideal de temperatura para la mejor densidad posible, el nivel calculado para mi cuerpo en clásico principio de Arquímedes. No es que sea una bañera de mármol, ni con chorros de jacuzzi, ni redonda o con formas distinguidas por oro o plata al gusto de horteras como aquel Roca de Marbella, no, que va, la mía es la misma de toda mi vida última, pues ha cumplido más de treinta años, la típica que ya no se pone por carencia de espacio o por ritmo de vida que impone la prisa contemporánea, aunque sea para quedarse después al quieto. Mi bañera me gusta porque es íntima, además de haberla compartido con todos mis hijos cuando no solo me dejaban sino les gustaba meterse en ella conmigo y jugábamos enjabonándonos. Por supuesto, de otras intimidades no voy a hablar, por razones obvias, pe- ro sí decir que la he compartido más íntimamente alguna vez con la persona que más quiero, y por ende así cómo no la voy a querer, ¡caramba!, a mi bañera.

Pero también la bañera tuvo abuela o padres, y ahí la historia me cuenta bonitas ocasiones pasadas en la bañera de los años cincuenta cuando mi madre de rodillas nos frotaba la espalda de dos en dos a sus hijos, trayendo la tina llena de más agua caliente la buena de Adelina. Y cómo no recordar a mi padre dándose el mismo pequeño placer de bañarse los domingos por la mañana, antes de ir a misa, con toda la calma del festivo que no tenía el resto de la semana; para el buen hombre, antes de morir, fue una de las cosas por las que más suspiraba en aquella habitación de Intermedios dónde pasó su último mes de vida: un buen baño que le sacara todo el sudor del cuerpo lleno de dolor. Bañera 1- plato de ducha 0. Pequeños placeres que se agigantan todo lo que uno quiera, como quiero yo. Sigue so- nando Leonard Cohen en mi portátil mientras me seco.

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