Opinión

Entre pitos y flautas

Ppppppppppiiiiiiiiii,.. Imagínense el artículo de hoy escrito como una gran pitada, sin más letras que la "p" y la "i"; como pitada a la pitada a la final de la Copa de España. Imagínese también su pitada Carta al Director como pitada a la mía que pita la del Camp Nou, y así sucesivamente. Entre pitadas andaría la cosa que, curiosamente, nos llevaría de vuelta a las cavernas del ejercicio intelectual de la lengua que nos sacó de ellas. Ya ha degenerado bastante el uso de la oratoria en los Parlamentos, incluso en el ‘rincón de los oradores’ de Hyde Park donde surgió la buena idea de poder exponer grandes pensamientos en aras a la libertad de expresión, cual fue el caso de Marx, Lenin u Orwell, pero que ha derivado en la charlatanería huera de cualquiera que ahora sube a la caja de cerveza y que por su capacidad de hablar más alto gana la atención de los turistas y nostálgicos del asunto, como para que se sustituya la palabra por un pito en la boca. Si ya para alguno, como el indi Knyphausen, los que hablan más alto suelen ser los que no tienen nada que decir, los que pitan más fuerte serán como individuos nada de nada.

Desde luego yo me quedo antes con las flautas que con los pitos. Por simple cuestión de sonido, pues si bien la flauta está hecha para acariciar oídos con las notas que viven en ella, el pito o silbato se usa vulgarmente para meter ruido. Bien es verdad que puede ser un ruido útil para arbitrar un juego deportivo o lúdico, bien para ordenar cierta disciplina en un colegio o ejército, o también como SOS del vigilante ante potencial ahogado que reta al mar cabreado a pesar de ondear bandera roja; pero cuando el pito es violador de una calma ambiental porque su propósito es apagar cualquier otro sonido lo único que consigue es ruido, solo ruido, hasta incluso provocar dolor o gran malestar al menos, pues un pulmón colectivo de quince mil personas con pito supera con creces los cien decibelios y saca de punto el umbral del dolor que penetra por oídos. Ahora bien, un minuto no es tiempo suficiente para producir sordera a nadie, ni si- quiera provocar puntual acufeno de discoteca sesentera, de ahí la menor importancia del sonido de la pitada a efectos de salud que para la moral de muchos españoles que se han sentido en parte insultados por ella.

En particular, a este menda le importa un pito los pitos de otros, siempre tuve suficiente con el mío, pero sí me produce cierta pena los odios y diferencias que pueden levantar comportamientos de este tipo. Porque ya hay sentimientos suficientemente enfrentados como para que una cuestión deportiva se aproveche para incrementar tales diferencias. No sé si estaré hoy influenciado particularmente por mi fibra sensiblera al estar leyendo estos días el libro “Sarajevo” del amigo Alfonso Armada -muy recomendable-, que recoge sus artículos publicados como reportero de guerra de El País en la antigua Yugoslavia; porque, además de pena, mete miedo. Sabemos cuáles fueron las claves detonantes entonces que hicieron empuñar metralletas para soltar vidas por el retrete de muerte más ominosa (la que sucede a manos de otro ser semejante): casi doscientas mil personas murieron debido a nacionalismos extremos, independencias lideradas por fulanos Milosevic, menganos Karadzic, entre otros pitos y flautas, entre otros hijos de puta y seguidores idiotas. Quizás esté demasiado sensibilizado, decía, por las crónicas y bitácora ahora publicada por el buen profesional Armada, que con simple bolígrafo y papel sorteó la angustia y pánico del silbido de las balas, pero, sinceramente, está demasiado cerca el ejemplo y no creo que nadie se meta en una guerra a conciencia sin querer desertar en cuanto ve su engaño y el frente, aunque entonces ya sea tarde y los que abrieron la caja de Pandora impidan que nadie se vaya o la tape.

Sin querer seguir por estos derroteros que nos llevan a la mayor derrota humana de todas, vamos a apelar simplemente a que gobernantes serios dejen las muecas irónicas en los vestuarios al lado de toda la corrupción que llevan en sus trajes, y comiencen a respetar las ideas de otros para discutir con las suyas en otro terreno de juego que no sea el de las masas, porque ‘la multitud ha sido en todas la épocas de la historia arrastrada por gestos más que por ideas y nunca razona’ (Marañón dixit). Y esto es peligroso, aunque nunca se lo parezca al que se mira el dedo. 

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