Opinión

Viernes 13

Casi el peor de todos, sino fuera por el otro que en que crucificaron a Cristo, que ni hijo, ni dios, ni leches, ni ser que solo proclamó amor a la humanidad, bastaron para que sus hermanos no le metieran clavos en manos y pies que compensara su bien con la maldad innata en el ser humano no tan divino como él. Desde entonces, para la cultura occidental, cuando coincide este día de la semana con el día del mes, la superstición nos hace temer lo peor que puede conllevar la mala suerte. Superstición o creencia, o puñetera casualidad, el caso es que este último viernes trece quedará grabado en nuestra memoria como el peor ataque y de terror a nuestra cultura occidental perpetrado por terroristas yihadistas en este siglo, yihadistas menores pero los más ferozmente radicales y animales. Estos desalmados seguidores de una doctrina política basada en un ideario teocrático totalitario desprecia la vida humana de tal manera que le importa tanto una vida como cien, o mil, o quinientas mil, pues además los muy cabrones creen que por este desprecio demente van a conseguir otra vida en el más allá rodeados de huríes. No soportan nuestra libertad, incluso después de haberles dado tanta cancha para vivir entre nosotros, cual la prueba de que a pesar de estar localizados pueden vivir en libertad suficiente para atentar como lo hicieron ayer. Libertad y seguridad, conceptos que tantas veces se repelen; libertad que hoy precisamente no gozan los parisinos ni para salir de casa, por prudencia y recomendación también de su alcaldesa, a fin de que nadie se exponga a ser rehén u otra víctima mortal de algún cabronazo terrorista suelto tras la noche diabólica del viernes trece.

Sin duda, los yihadistas nos han declarado la guerra desde hace tiempo mientras nosotros les declaramos nuestra paz, con balsámicas alianzas civilizadoras a la espera de que el radicalismo se cure con palabras y canciones de amor. A veces resulta como si nuestro doctor Estado quisiera sacar a bailar a un caballo, o extirpar un tumor maligno con tiritas para no pinchar un poro de sensible piel. Que está muy bien, ser bueno es maravilloso, pero si se es tonto de rema- te la bondad escapa por el wáter como escapa la vida con el cáncer si no se ataca desde el primer instante, y si no fuera porque el grito unánime de células durmientes, despertadas a la voz de ‘Ala es grande’, apagan cualquier nota que no sal- ga de otro fusil automático. La verdad es que a mí me gusta mucho más hacer el amor que no la guerra y, sin duda, dos no pelean si uno no quiere, pero entonces estemos dispuestos a que nos den por detrás y entregar nuestro mundo al suyo, porque ambos no caben en el mismo terreno. Mucho menos puede contar esta violencia inhumana con un colchón de Estado, como es el propio Estado Islámico, así que toca defenderse de ella a una alianza total de nuestra civilización liberal y democrática.

París hoy es la ciudad de la luz perdida por estar sometida por la sinrazón violenta, como mañana puede estarlo Berlín o Madrid, o cualquier otro lugar europeo, al cáncer del radicalismo islamista que sigue ahí y cuya célula tumoral de pensamiento bestial se expande haciendo metástasis en nuestro cuerpo tumbado en el sofá viendo Sálvame y otras cuitas de puta vergüenza ajena. Porque vergüenza nos debía dar lo de las televisiones privadas más importantes de España que en pleno fragor de la batalla fueron incapaces de conectar en directo con el acontecimiento más importante de los últimos años que se produjo en Europa, ¡ay si fuera la final de copa! Y hasta, para mayor escarnio de nuestro ver- güenza occidental, en Telecinco dieron algún suelto sobre el luctuoso hecho cual si fuera otro anuncio de esa clase de publicidad insertada sibilinamente dentro del programa por boca del propio locutor e interpuesta con la intervención del colaborador protagonista por posible infidelidad de su esposa. ¡Válgame Dios, que así vamos apañados para combatir al Alá de estos yihadistas! Vaya hoy, al menos, un Padrenuestro por París 

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