Opinión

MILGRAM Y LOS TSARNAEV

Pocos habrán olvidado, aun sin haber vuelto a verlas, las horribles imágenes del atentado perpetrado el pasado 15 de abril en Boston. Basta mencionar la conocida ciudad para recordar la masacre cometida por dos hermanos que sembraron el pánico entre los miles de personas que participaban en su concurrida maratón, hiriendo a varios cientos y arrebatándoles la vida a tres de ellas.


Varias semanas después, uno de los autores materiales del atentado ha sido abatido y otro permanece arrestado, a la espera de que pueda aportar algo de luz sobre lo ocurrido aquel lunes trágico. Y, mientras tanto, las investigaciones siguen su curso y las autoridades de medio mundo, desde Rusia a Estados Unidos, se afanan en averiguar cómo es posible que los hermanos Tsarnaev cometiesen un acto tan cobarde, tan vil y tan letal.


Algunos medios apuntan a su radicalización y a la peculiar vivencia de su fe musulmana, subrayando el influjo que sobre ellos pudo haber ejercido un armenio converso al Islam. Sea como sea, algo en esta historia parece remitirnos, como en otros casos, a lo que en los sesenta demostró el profesor Stanley Milgram en un laboratorio de la Universidad de Yale con un experimento que conmocionó al mundo.


Como muchos sabrán, el profesor reclutó a un grupo de voluntarios para un presunto proyecto de investigación sobre la influencia del castigo en el aprendizaje. De los voluntarios se esperaba que administrasen corrientes eléctricas, cada vez de mayor voltaje, a unos sujetos que eran, en realidad, cómplices del propio Milgram y que, lejos de sufrir el efecto de la electricidad, hacían gala de su aptitud para el teatro. Pero lo sorprendente es que buena parte de los hombres y mujeres que reclutó Milgram, ignorando esas circunstancias y sin saberse sus conejillos de indias, llegaron a administrar descargas que, de no ser simuladas, habrían sido letales para quienes, según creían ellos, estaban sufriéndolas.


Lo que Milgram vino a evidenciar así fue que la autoridad es muchas veces suficiente para conseguir que alguien obre el mal y para conseguir que personas aparentemente normales se deslicen, como ocurrió en los campos de concentración nazis, hacia el abismo de lo perverso; ese en el que se precipitan quienes son adoctrinados por otros que, lejos de mover a la paz, incitan a matanzas como la que acaeció en Boston el mes pasado. Razón tenía Milgram.

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