Opinión

PÍCAROS

Sin perjuicio del mejor criterio de los doctores en la materia, uno siempre ha creído que la picaresca es nuestro género literario por excelencia. Y no sólo porque sea, y podemos decirlo con orgullo, invención patria, sino porque sigue siendo, cinco siglos después, el mejor reflejo de una forma de ser muy nuestra. Y es que, aunque siempre haya habido pícaros en todas partes, su proliferación en este rincón del mundo desafía toda lógica.


De esto último da buena muestra el hecho de que, haciendo de la necesidad virtud, el término pícaro tiene en nuestra lengua un significado que, en ocasiones, se aleja de lo despectivo para acercarse peligrosamente al halago. Y, si no, díganme quienes de ustedes no han exclamado, en algún punto de ese camino que transita entre el asombro y la admiración, que fulanito es un pícaro de cuidado, queriendo decir que de tonto tiene muy poco y que de astuto tiene bastante.


Pícaros han existido muchos en nuestras novelas desde aquel lazarillo que nos refería las aventuras y desventuras que le acaecieran desde su nacimiento a orillas del río Tormes, del que tomó su nombre. Desde entonces, como digo, han sido incontables esos personajes, tan ingeniosos como faltos de escrúpulos, que han poblado nuestras letras. Y, en paralelo, también han sido infinidad los pícaros de carne y hueso que han desfilado por nuestra historia.


Nuestra época, no podía ser de otro modo, también tiene los suyos. Ahí tienen, para muestra, a Carlos Mulas, que se inventó un alter ego femenino de nombre evocador para llevarse a capricho la pasta de la fundación que dirigía. O a Luis Bárcenas, ese tesorero metido a pirata que amasó una fortuna, la enterró en no se sabe cuantos paraísos fiscales y conservó su contabilidad manuscrita como quien conserva el mapa de un tesoro. Por no hablar de Iñaki Urdangarin, el duque de antefirma sonrojante que podría haber escrito sus emails en azul viagra y que quiso vivir de su título, aunque no fuese, y ahí su error, del universitario.


Es así: España siempre ha tenido pícaros para dar y tomar. Para tomar lo ajeno, evidentemente. Hemos tenido tantos que, ya puestos, podríamos exportarlos. Y es que, al fin y al cabo, la picaresca parece ser, y maldita sea la gracia, parte de la idiosincrasia nacional. No nos engañemos. Y, sobre todo, que no nos engañen.

Te puede interesar