Opinión

LAS ZAPATILLAS Y EL MUNDO

Me contaba una amiga lo que le ocurrió hace pocos días a su madre, que tuvo que pasar por el trance, siempre difícil para el afectado y para sus seres queridos, de una intervención quirúrgica. Afortunadamente, y como era de prever, la señora sobrellevó la situación con su natural fortaleza y con una serenidad casi contagiosa y, quizá por ello, apenas tardó unas horas en recuperarse y pocas más en poder incorporarse. Y entonces fue cuando la convaleciente echó en falta esas zapatillas que en esas circunstancias son tan cómodas como necesarias.


Las zapatillas, quizá por honrar su oficio, se habían ido de vuelta a casa por el ajetreo y los nervios propios de su ingreso en urgencias; algo que no tenía importancia. Sí la tuvo, en cambio, el gesto de su compañera de habitación que, sin conocerla, le ofreció las suyas, todavía por estrenar, para que pudiese recorrer los metros que la separaban de su asiento. Un detalle que, como me confiaba esta amiga mientras yo asentía, es de ésos que llegan al corazón.


Al oírla, recordé la anécdota de ese padre que, desbordado por el trabajo y por un hijo pequeño que reclamaba su atención, decidió encomendarle una tarea: arrancó un mapamundi de una revista que tenía sobre la mesa, lo rompió en pedazos y se los entregó al benjamín de la casa para que lo recompusiese. El padre prosiguió con sus tareas, confiando en que su hijo tardase en volver a importunarlo. Pero, para su sorpresa, el niño lo interrumpió tan sólo unos minutos más tarde para mostrarle cómo había reconstruido la hoja rota con gran rapidez. El padre, que no daba crédito a lo que veía, le preguntó cómo lo había logrado. Y el niño, en su ingenuidad, le desveló el secreto: al dorso de aquella hoja, había la foto de un hombre, por lo que el niño se limitó a recomponer aquella figura y, con ello, recompuso también el mapamundi.


La anécdota nos recuerda que, para arreglar el mundo, hay que empezar por las personas y que, cuando éstas están bien, el mundo está bien o, cuando menos, algo mejor. Es lo que pensaba el otro día mientras oía a mi amiga contarme lo que le había ocurrido a su queridísima madre con aquella señora que tuvo a bien prestarle sus zapatillas nuevas. Tal vez porque siendo empática y simpática, sabía que debemos calzarnos -siquiera figuradamente- las de los demás para ayudarlos en lo posible y contribuir así, aunque sea con tan poco, a reconstruir el mundo.

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