Opinión

No apto para miedosos

Tuvo la impresión de que había un rostro que impertinente le miraba tras la ventana. Parecía alucinante, pero también lo era intentar leer con esa sensación de ser observado.

La tarde disparaba su luz levemente como si quisiese ocultarnos algún secreto pavoroso. Esa luz desvaída se iba aposentando a traspié sobre sus papeles y provocando una sombra incómoda sobre aquel escrito que con tanto entusiasmo había comenzado a leer.

Las cosas lejos de aclararse parecía que se iban complicando: había comenzado aquellas entrevistas con el cazador loco, la mujer insidiosa, el eclesiástico desconcertante, pero aún no sabía nada de la otra gente y tampoco del posible asesinato … Así, poco a poco, leyendo y escribiendo fue realizando un boceto de lo que era su situación actual. Habría entrado en el hotel no por pura casualidad o por aquel temporal intempestivo, sino por la sugerencia de aquel viajero invisible que le acompañaba en el asiento de atrás de su envejecido coche.

Entonces, suponemos, ese incómodo pasajero le debió sugerir que parase aquí y no en otro lugar. Alguna gente le había contado que también tenía esa vivencia, la de un ser, no del todo desconocido, no del todo extraño, que nos acompaña siempre y se nos coloca a la espalda. De él y no de nosotros proceden muchas de las decisiones que tomamos en la vida. Eso explicaría la cantidad de estupideces que hacemos o decimos.

Esa situación de inseguridad se repetía ahora, pero con otro ser que le vigilaba desde fuera del ventanal colando sus ojos, que conjeturaba sanguinolentos, entre las rendijas de la vieja persiana a medio subir.

Dio un golpe en la mesa y puesto de pie se animó a mantenerle la mirada ya que la mejor forma de afrontar un miedo, le había dicho su padre en otro tiempo, era mirarle a las pupilas y enfrentarse a él.

No retiró la mirada el intruso. No huyó. Pero si le preguntásemos a nuestro personaje otra información no sabría responder porque un frio paralizante se echó sobre él. Tanto que, espantado, dio un bote brusco que para nada le alivió pues aquellos ojos y aquel rictus que mostraba unos dientes quebrados, se le quedaron pegados al cogote.

A nadie vio, después, sino a un guardia que arrancaba con dificultad su motocicleta. Desde allí era una casualidad el observarlo pedalear, apagando el cebador y abriendo su acelerador produciendo aquella ruidosa flatulencia de cacharro viejo y motor ahogado.

Debería irse ya de este hotel. Podría hacerlo, pues nada, creía él, le retenía. Pero sentía la misma necesidad que siente ahora el lector y deseaba urgentemente desenredar aquel ovillo. Deshacerlo no parece tan complicado, lo verdaderamente difícil es borrar las huellas que nos implican en los acontecimientos, pues cuando compartimos el aire, el agua y el camino ya formamos parte de ellos.

Se agachó y miró, como cuando niño, debajo de la cama. Temió, como entonces, que algún ser fantasmagórico se acurrucase bajo ella y pudiese hacerle daño. Miró también dentro del armario. Tampoco allí se escondía nadie, a no ser aquel repulsivo olor a naftalina.

Ya acostado, notó cómo el miedo se le abrazaba escalofriante. Percibió su pavoroso aliento sobre las mejillas.

(Tomado del Capítulo 10 de Paso Stelvio. Continuará).

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