Opinión

Balada del tartamudo

El viento mece despacio la bandera de tantas rayas rojas. Los niños van bajándose de los autobuses amarillos. Las maestras están graciosas con sus sombreros de rafia con plumas y taconean con garbo entre las magnolias y aquel olivo. Su abuela le aprieta su minúscula mano, con la suya huesuda y cálida. La mañana, aquella mañana, es emocionante porque es su primer día de colegio y tendrá muchos amigos.

Las sonrisas ese día son pelotas de goma que van, vuelven y rebotan en algarabía. Al entrar en la clase sonríe a los otros y ellos le devuelven la sonrisa. Todo está bien hasta que el hombre de la bata le pregunta su nombre. Él, que es un chico espabilado, lo dice al momento. Habla como él sabe: “Sal-sal-salvador” dice el chico.

El profesor con su bata blanca y su cartera negra se echa unas risas:

-Mucha sal me parece para tan poco desayuno. A él la carcajada del maestro le parece una palabra esdrújula. Gritan los otros niños. Sal… sal… sal… sal… dicen hasta el infinito. 

Salvador, aquel muchacho hispano, no comprende nada. Sus ojos son de un mochuelo aturdido.

-” Ta-ta-ta”. Le dicen los chiquillos.

Y el pobre tartamudo no sólo lucha contra esa disfemia insalvable sino con un ambiente que le humilla continuamente. Cada día, cada minuto, cada segundo, cada fracción del tiempo se le hará insoportable. Le llenarán de golpes al bajar las escaleras, de patadas en las canillas, de empujones, de risotadas y no podrá decir nada. Ni tan siquiera sabe expresarlo porque, aunque es tan listo, se le atasca el vocablo y la manera de decirlo.

La felicidad es el ámbito en el que ha de vivir siempre un niño. Las madres que son sabias lo consiguen con carantoñas, besos y un huevo frito.

El mundo educativo no siempre es capaz de mantener esa felicidad del chico que llega nuevo. Y, a nada que la escuela se despiste, puede romperlo y convertirlo en un vaso de barro que se hace añicos.

-” Ta-ta-ta”. Le insultan los chicos. 

Desearía hablar con seguridad y con fluidez, pero es incapaz porque vive con el desasosiego y el recelo. Las palabras se le bloquean, sufre espasmos, y las diferentes partes que intervienen en la dicción no saben ponerse de acuerdo… Pasan días y días. Pasan los años. La bandera flamea como antaño, pero las magnolias, aquellas antiguas, ya se le murieron de frio.

Él, que era un chico sensible, muy, cariñoso con todo el mundo… se va agriando y se vuelve lábil. Con su propia familia se vuelve llorón, y comienza a exigir todo al instante. Su nivel de estrés es extraordinario. En numerosas situaciones presenta taquicardias, pavor, asombro, turbación y espanto. 

Les tiene tanto miedo que está convencido de que ellos no están allí. Sólo están sus fantasmas. No piensa que sean de verdad aquellos chicos. Poco a poco va naciéndole un síndrome del Quijote por el que necesitará vivamente destruir esos molinos de viento que le amargan y le dejan sin sentido. 

- “Ta-ta-ta”. Suena la ametralladora, tan de mañana. “Ta-ta-ta”. Aquella ráfaga tabletea y un rastro de dolor se echa sobre los inocentes críos.

- ¡Ta-ta-ta es el asesino!, dice la prensa mientras llora el aire y vuelve a sus casas casi vacío, el autobús amarillo.     

-El asesino no es el tartamudo. Dicen que dijo el fiscal del distrito. 

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