Opinión

El bigote de Nietzsche

Friedrich viene a visitarme esta mañana. Desde aquel viejo libro imagino que se levanta y mira con desdén, como es su costumbre, esta mañana.

La vieja locomotora, se queja con ese vapor blancuzco. Ese puro humo, va desplazándose desde los suburbios y tenemos la sensación de que no dejará de moverse hasta arremolinarse y abrazarse a la antigua fábrica. Ese caserón, se estira plagado de mármol, de metal burdo y descascarillado, de pequeñas casetas con vidrios rotos, pallets y de cardos silvestres, zarzas y ortigas que le nacen y se mueren entre los raíles y sus maderas anticuadas.

Esa bruma se nos pega a las palabras y al torso de las manos que juramos que ya tenemos congeladas.  A nuestro lado tres hombres vestidos de negro llevan con urgencia en su caminar picos y palas.  Apenas una farola bosteza una luz amarilla. Los automóviles, ahora, pasan. Son frustrados zombis y aquella que grita como una loca de atar es una ambulancia.

Si nos detenemos de repente y observamos con la pachorra de un caminante de aquellos de pipa y sombrero de ala ancha que pueblan las novelas de fantasmas… podemos tener la sensación de que esto es Londres. Es el año 1690. Y los hombres de negro serían aquellos repelentes escarbadores de tumbas. Aquellos ladrones por encarga.

Nos circunda, ahora mismo, una calima. El frío se hace insoportable y se nos cuela por el cuello de la camisa, del jersey gordo de lana ovejuna, de la camiseta de invierno que creímos nos defendería de este temporal de humedad y lluvia casi continua. 

Se nos echa encima como una bruja esa neblina. Ahora nos está besando con sus labios negros en la garganta. Primero retira nuestra bufanda de nilón y plumón y cuando nos damos cuenta nos muerde en la yugular esa mujer de agua. Y tosemos y algo impide que respiremos. El aire no nos llega. Parece que bombea las fosas nasales, pero al llegar se resbala en los adenoides, las amígdalas y la faringe. Creemos que lo que nos duele de manera inhumana es la laringe, el esófago y la tráquea.

Desde aquí arriba la ciudad de allí abajo se desparrama en pequeñas luces y rayas, y los focos de un tren que también chilla y chilla y pasa. No lo vemos, pero suponemos, de manera injusta, que detrás de tantas ventanillas las gentes riñen, se traicionan, se mienten y tejen historias mientras juran que se aman. Es como una concentración de insectos que se juntan unos a otros para pasar el invierno, atolondrados, adormecidos, mientras hibernan de su borrachera de fake news y una colonia barata.

No es fácil caminar con alguien que está convencido de que este mundo de ahora mismo es el que predijo en 1.900. Las ciudades del mundo se están quedando vacías de valores. Supone él, que occidente está entrando en una decadencia total. Friedrich, claro, es un nihilista.

Cierro de golpe su libro de filosofía, con hojas amarillas, mal cortadas, iluminadas por cien notas al margen y una tristeza desesperada. Y de momento prefiero pensar en positivo y creer que el ser humano es capaz de sobreponerse y vivir con esperanza.

Este mundo me gusta muchísimo. Me es fácil porque vivo donde los ríos se abrazan, donde bailan las muchachas una música de Wagner cubiertas de guirnaldas. Es bonita esta urbe cuando cada mañana se viste el abrigo de bruma traslúcida y blanca.

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