Opinión

Carnaval de Viana

Carnaval, carnaval. El cojo grita: ¡lo bailado… bailado!

Tambores en la ciudad, golpeados con frenesí, rompen el aire. Y aquel vestido carmesí, que luce con distinción un barbudo del Potosí. 

Y desfilan con ritmos diferentes, una vieja con bigote, un obispo gordinflón, delicado pitiminí, que reza con fruición y bendice con hisopo de cartón; un guardia civil, un barbero, un peregrino, tres falsas chicas, un soldado portugués, un romano y veinte negros, cantando todo en inglés.

Y este grupo demente, desequilibrado, chiflado, neurasténico, tocado, histérico, alucinado, enajenado…

De manera muy cabal, expresan con su vértigo, que le queda poco tiempo a este mundo tan carnal. Y se oirá para todos, definitiva, la trompeta del final.

Se ríe sin ganas y con ganas. Se golpean las azadas. Bailan todos locos, con disfraces y coloridos flecos, campanillas y esquilones, harina blanca y hormigas rojas…Carne y más carne congelada, subastan en los rincones…

Un cojo grita: ¡Lo bailado… bailado!…Y no estuvo tan mal.

Pero irremediable…nadie podrá pararlo. Y quieras o no quieras… Te parezca bien o mal… El ángel de la corneta y la vieja de la guadaña, llegarán a la tarde de tu vida, y bien cabrones… a la fiesta de tu carnaval.

Así lo describí en el poemario “El corazón de felpa” (2016). Hoy lo traigo, no por una vana fachenda, sino porque un poema ya pronunciado no ha de volver jamás a su carcaj sin que la gente lo aprenda.

Terminado, hace nada, ese tiempo de ternura, estamos ya en éste del carnaval en el que los ruidos, golpes, carrozas, tambores… te hacen penetrar en tu parte terrenal, esa que te hace sentirte vivo, bebiendo el mejor vino y comiendo a dos carrillos la huesuda y gordísima androlla que se abre el pecho para que la comas de arriba abajo, y lo hagas con desparpajo.

Y si preguntas el porqué de tanta harina que se arroja sobre cada vecino y vecina, que se esparce por las calles como una hermosa neblina, vamos a decirte que pintados, todos somos iguales. Seamos ricos o pobres, reyes, alcaldes, autoridades. Gruesos, bajos, altos, o flacos. Muertos y vivos. Se me ocurre que las ánimas de los antiguos así, con harina pintados, si volviesen al carnaval pasarían desapercibidos y estarían por todos los lados. 

Porque quién puede jurar que aquel o aquella que baila contigo, pongamos un martes de carnaval, no es aquel o aquella de tu pueblo que se fue al otro barrio, hace cuatro, siete, treinta o trescientos años.

Desde más arriba, desde lejos, viene el ruido de los bombos, y el rebato es infernal. El sol se sube como un chico a la torre del homenaje. El estruendo produce primero susto, luego pavor y miedo. Al menos 52 tribus, aquellas de otros tiempos, avanzan por los caminos pedregosos y polvorientos. La sangre corre por las manos de los que golpean los cueros.

De manera muy cabal, expresan con su vértigo, que le queda poco tiempo a este mundo tan carnal. Y se oirá para todos, definitiva, la trompeta del final.

Y cantaremos con Amalia: Si la sangre no me engaña, como engaña la fantasía… diremos con alegría: “Hemos de ir a Viana”.

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