Opinión

Un cielo de galletas María

Es mi segunda semana de profe y he de confesar que durante toda la primera los he estado observando. Me parecen inteligentes y perspicaces. Me doy cuenta de que no quieren brillar. Les encanta pasar desapercibidos como lo hace la luna que entra y sale de puntillas y no escuchamos sus apacibles pisadas sobre las montañas, esta llanura o el mar.

Hoy toca la visita del cura. Yo descanso en el último pupitre que está tan escrito con garabatos y muescas de esas hechas con la navaja. De esas que sirven para contar cuantos días faltan para las vacaciones o una festividad.

El clérigo los congrega y se explica lo mejor que puede y puede mucho porque ellos no son como nosotros que nos esforzamos, haciendo soliloquios, en explicar las fórmulas de la Geometría o del Álgebra, pero ellos no, ellos entrenan diariamente con las palabras y dominan las oraciones compuestas y subordinadas.

Hoy el tema de la Religión no parece fácil porque les habla del alma. Los niños se la buscan debajo de la camisa de rayas -me hace gracia- y no se la encuentran porque les dice que no es una cosa sino algo invisible como es invisible el aire que baja rodando desde aquella piedra grandísima que parece un cuervo que está posado en el pico de la montaña.

Expresa, afirma, aclara, define y habla y habla advirtiendo de esto y de lo otro mientras descifra lo que le parece un galimatías al pensamiento mágico de los pequeños. Cuando se aturulla se apoya en mí, pero me encuentra despistado y sólo puedo confraternizar con él diciéndole: “Claro… claro”.

Ahora les dice que nosotros tenemos alma y que es inmortal pero que los animales no tienen esa alma. A ellos no les parece bien porque los animales forman parte de su mundo y están allí, justo al lado mismo, y los quieren y les ponen nombres rimbombantes. 

Les explica que no, que cuando se mueran no irán al cielo. Entonces les parece peor porque eso no puede ser, le protestan, y le dicen que ellos saben de buena tinta que Dios es muy bueno. 

El hombre está entre la espada y la pared y piensa rápido para escabullirse del guirigay. Entonces les pregunta a ellos, viejo truco del profesor pillado en una jerigonza.

-Imagino que Dios hace -dice una jovencita- como mi madre, todo a mano. Entonces conoce bien cómo es cada cosa que ha hecho. Como ella no olvida los ingredientes, los tiempos, las dificultades, así también el creador no olvida nada, ni la más pequeña ortiga, ni aquel helecho, ni un insecto. A todos guarda en su pensamiento.

Todos seguimos con entusiasmo su explicación y todos aplauden a aquella chica cuando termina su razonamiento: “el pensamiento de Dios es el cielo de las plantas, los peces, las aves y aquellos animales a los que quiero”.

-Uf. Menos mal... -respiran hondo y terminan dibujando todos en sus libretas un cielo de martillos de azúcar, galletas María, almendras y buñuelos de viento-. 

El hombre de negro guarda sus libros en la cartera y apuntará, esta tarde, es casi seguro, ese paraíso nuevo. Yo sí que le he puesto por creativa un diez, con mi lápiz, también azul cielo.

Ya se han ido. Me siento menos sólo al escuchar cómo chisporrotean parloteando sobre el viejo negrillo, tantas y tantas aves, verdaderas teólogas del firmamento.

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