Opinión

Débora en su espejo


Aquella madre se preocupó muchísimo. Desde hacía un tiempo su pequeña mostraba un comportamiento que a ella la inquietaba. Aquello que le ocurría a su niña desaparecía casi siempre, cuando se acercaba a ella y le daba un achuchón. Entonces, aquella actitud se iba volando a no sé dónde. Lo malo es que aquella ave misteriosa volvía una y otra vez y se posaba sobre la niña provocándole aquella sombra.

Algunas veces era en la noche. Podían ser las tres o las cuatro de la mañana y comenzaba a dar pequeños chillidos. Al acudir se veía con claridad que estaba sufriendo alguna pesadilla que le provocaba una fuerte intranquilidad y ese montón de sudor que la empapaba. Aquel desconcierto, curado momentáneamente con su abrazo materno, iba aumentando su intranquilidad maternal.

El médico pediatra sería la solución, pensaba ella, pero como mujer formada intentaba recabar la mayor información posible sobre el comportamiento infantil. Porque no siempre era de la misma forma. No en pocas ocasiones era testigo de las explosiones de furor de Débora. Para ello no se encontraba en casa ninguna explicación.

Cuando su abuela hablaba con ella se asustaba de los pensamientos aterradores que verbalizaba su nieta. Había construido, mentalmente, el mundo no sólo con los personajes reales, sino con otros entre los que estaban gigantes, seres extraños de pies grandes y colores chillones, animales poco comunes como pelícanos, pingüinos de picos muy amarillos y focas. Las focas se repetían en unas u otras circunstancias.

Pusieron un pequeño piloto en su habitación y nada se arregló. Acostarse con ella hasta que alcanzase el sueño, tampoco.

Débora siempre había sido muy divertida y de fácil relación con los otros niños. Ahora, en cambio, su aspecto era taciturno. Creía su madre que incluso había cambiado la coloración de su piel. En ese mundo de la preocupación había supuesto que aquel color morenito y aceitunado de su niña ahora se había hecho blanquecino y macilento.

Cuando estaba con sus compañeros no participaba de su alegría y eso lo había notado aquel profesor nuevo de las rastas descomunales. Aparecía, más bien como una chica solitaria. 

A veces llovía en el recreo del patio. Otros chicos burlaban la vigilancia y se dejaban mojar por aquella agua caliente de finales de septiembre. Ella, mientras, se acurrucaba en una esquina y observaba cómo se formaban los espontáneos regatos minúsculos que iban o venían sobre el pavimento.

Estaba tan asustada que cuando habló con el médico, sin presencia de su pequeña, apenas era capaz de hilvanar el montón de preocupaciones y de construir un relato inteligible. Ella misma le sugirió al doctor el diagnóstico. Su hija estaría viviendo el dichoso trastorno de estrés postraumático.

El doctor iba tomando notas. La dejó hablar y la miró a los ojos hasta que estalló: 

-Usted está viviendo el trastorno que describe y que superará procurando olvidar ese tiempo en el que no fue feliz: la pandemia. Su propia ansiedad la está volcando, en espejo, sobre su hija que como cualquier adolescente intenta vivir sus propias emociones descubriendo maravillada y turbada su propio “yo”.

Como era otoño el día se iba acostando sobre el hojoso suelo.

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