Opinión

Una depre de prelado

Tenía el bueno de aquel obispo la sensación de que alguien había entrado de manera subrepticia y sin mediar palabra le había dado una patada al tablero de aquel ajedrez en el que se venía jugando la partida.

Miró a aquel crucifijo como quien busca sus pastillas para la tensión. Era una estatuilla metálica clavada con esmero sobre un pedrusco de cuarzo. A él recurría cuando notaba esa sensación de ahogo o cuando debía preparar una plática para aquel grupo que se las tenía juradas. 

Movió la mano sobre la mesa de cerezo como si fuese un músico arcaico y luego de dos o tres repiqueteos con sus dedos consagrados, carraspeó con la misma fuerza que sonaba el timbre de su despertador, cada día, exactamente a las ocho de la mañana.

Él que era un señor obispo moderno y vaticanista, claro, sintió envidia de su predecesor pues suponía que los viejos tiempos eran mejores: los fieles acudían a montones a las iglesias, los sacerdotes eran respetados y les saludaban con rendibú: “buenos días señor cura”. La iglesia y el estado estaban a partir un piñón y hasta la diputación les sacaba de un apuro para arreglar un tejado, una bóveda de cañón…yo qué sé …y les mandaban un par de guardias municipales para hacer una procesión de ringo rango.

Pero ahora las cosas habían cambiado. Se había asustado cuando en una pared del obispado alguien, con mala baba, había escrito una grosería… Era una vergüenza, pero reflejaba un secularismo, un materialismo. Detectaba también un pansexualismo envolvente. Sintió que estaba alicaído. Y sin más comenzó a hacer pucheros y sintió unas ganas infantiles de echarse a llorar. No lo hizo, pero limpió los mocos, cual pañuelo, con aquella sábana del Hospital.

-Este hombre cada vez está peor -dijo una misteriosa voz, de manera nítida, en aquella estancia.

Sorprendido, supuso la intervención de su secretario, pero allí, en su despacho, no estaba. Supuso que el administrador diocesano habría opinado, como le era habitual, sin ton ni son. Pero tampoco estaba. Sabía que, en ocasiones, en una situación de tensión nerviosa, el ofuscamiento mental podía producir esas imágenes hipnagógicas y esos acúfenos que horripilan y sobresaltan.

En ese ir y venir de los ojos buscó quien parloteaba. Él tampoco lo había tenido fácil. Recordó que cuando accedió al cargo ya conocía las virtudes que debía poseer como pastor: la justicia, la templanza, la prudencia y aquella que ahora se le venía abajo, el coraje frente a la adversidad.

Las mejillas se le pusieron rubicundas. La tristeza se le subió al solideo, una sensación de vacío le envolvió. Tal vez una de sus mayores angustias provenía de la desesperanza. Era como si le hubiesen robado la energía y percibía ser el globo de un niño que se deshincha y sube y sube desde la plaza. 

-Pero señor Ramón, recapacite usted -dijo la hermética voz en off, algo enfadada.

-Quiero que me traigan mi anillo. No se me respeta como obispo… y no tomaré las tabletas ¡caramba!

-Porque usted no es el obispo sino el dueño del Café Añoranza.

Y pensó la enfermera para sí: “Este hombre está como una cabra”.

Tosió. La tos le sonó episcopal; sonrió, rezó el cuatro esquinitas tiene mi cama y pidió un tazón de leche con miel para la garganta.

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