Opinión

Diálogos con... mi barbero

Ayer me fui al barbero, bueno… a mi barbero. En los países civilizados,  el mío  a veces lo es y a veces no lo parece, en vez de barbero tienen psiquiatra que viene a ser un barbero con título de la universidad, vamos… velis nolis.  

Es un hombre amable y su cordialidad hace que sigamos yendo usted y yo, siempre, al mismo profesional. Y está claro que en su habilidad a veces comete algunos errores que le perdonamos pasados 15 días, que es lo que dicen que tardamos en volver a emplumar… más o menos.

Ayer me preguntó por mi hijo al que también cortó el pelo desde muy chico y me alegró aquella descripción que hizo de su simpatía y de su calidad humana. Claro, todos llevamos a nuestros hijos a nuestro barbero porque suponemos que un día serán también seguidores de nuestros propios sueños y cómo no, también de nuestro equipo de fútbol. Pero al preguntarme por su remolino, aquel de la cocorota, que tanta guerra le daba para hacerle la raya, me he dado cuenta de que mi barbero ya no es el suyo, y mi equipo tampoco lo es. Ahora ya vuelan solos –ha dicho – y  eso es bueno… he contestado yo.

A veces he pensado tomarme otro café con él y aprovechar para hacerme con el copyright de tantas historias que sabe, de tantas que ha visto, de tantas que ha escuchado con atención y de manera desinteresada. Este hombre imparcial jamás juzga, pero sí les comprende a quienes llegan desconcertados o angustiados, justificando que vienen a arreglarse las  patillas… o vaya usted a saber. 

A veces pienso que en esta sociedad tan barrenada en la que vivimos, un buen servicio de barbería sería estupendo. Ya Don Quijano el Bueno, de mente un poco destartalada, tenía como grandes amigos al Bachiller Sansón Carrasco y al barbero que le prestó, seguro, su bacía para que pudiese soñar suponiendo que era el yelmo ganador de mil batallas. Así sentado ante el espejo soñó las aventuras que vivió como Don Quijote, nombró asesor técnico a Sancho y se enamoró, ya viejo, como un adolescente de aquella moza a la que llamó Dulcinea del Toboso. Voy a hacer otra tesis doctoral y en ésta intentaré demostrar, lo tengo fácil, que Miguel de Cervantes al volver de Lepanto montó una barbería y cuanto escuchó a aquel hombre de la Mancha que se fue a afeitar y a recortar el bigote, lo plasmó luego en aquella novelita de cuyo nombre… no quiero acordarme.

Conmigo tiene mucha confianza. Si veo que se acerca a mi oído con una vocecita tenue como una sopa de fideos con picatostes, sé que me va a contar un secreto que sabe y guarda para quienes le somos fieles. Bisbisea el secreto y apenas le oigo pero no digo nada para no romper ese ambiente de confianza, franqueza y llaneza que sabemos reservada para los iniciados. Le dejo terminar y siempre le digo, aunque no me haya enterado de casi nada: ¡No me digas!... ¡Se lo digo! … 

También me dijo ayer, y no me gustó nada, que está pensando en jubilarse, que como autónomo ha ido tirando un poco más, pero que ahora percibe que sus manos ya no manejan con tanta destreza la navaja plateada. Le digo que no lo haga, que está hecho un chaval. Me mira, se ríe a mandíbula batiente, como se reían los Austrias, y me espeta: “No querrá usted que le corte una oreja”.

No… gracias.

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