Opinión

El códice transparente

Siempre me gusta buscar en una librería de viejo cualquier antigualla. Zascandileo entre las estanterías y busco uno de esos libros encuadernados con primor. Uno en inglés se muestra desvencijado. En su carátula leo: “Convert and believe the gospel”. La imaginación, decía mi madre, es un pájaro desplumado buscando abrigo. Por ello la he dejado volar, hoy, alrededor de un libro perdido.

Los primeros cristianos manejaban de manera oral un códice: aquel Evangelio de los Dichos del Señor.

Se dice que se perdió como documento, pero pudo ser el origen del llamado documento “Q”, que forma el sustrato de los llamados evangelios sinópticos. Yo, que soy un estudioso de las Escrituras, de esos ignorantes y presumidos, no me parece difícil rastrearlo. Apostaría que podemos encontrarlo incluso en el de Juan.

“Yo soy la luz del mundo”. La luz baja despacio, casi dulce, sobre nosotros y si nos dejamos nos empapa. Es entonces cuando aquello que nos tenía perplejos estalla en nuestra mente como un cohete de fiesta y todo se aclara. Si permanecemos a oscuras se bajan alrededor de nuestro problema todas las persianas.

“Soy el pan de vida”. Verle caminar con sus sandalias, ver cómo amó los pájaros, cómo paladeó las almendras blancas, cómo se golpeó con el martillo en las primeras tablas, o les acarreó el agua en las tinajas…debió ser una gozada. Tenerlo ahora, al completo, siendo pan y vino, degustarle como hombre y Dios es una pasada.

“Aprended a amar como yo amo”. Su corazón no es violento. Ama, pero no exige con fuerza un amor recíproco. Deja que el ser humano le escoja o le rechace. Confundimos, a menudo, los términos amor, posesión, propiedad.

“Soy el buen pastor”. El olor a tomillo le envuelve al atardecer mientras las ovejas suben, bajan y se esparraman. Y Él se pone a pensar en ti llevándote a la espalda y tu cogido de su cuello con la confianza del niño que subido a su padre mira todo desde arriba y siempre avanza.

Les resultaba fácil a aquellos primeros cristianos, mantener en el recuerdo este evangelio, translúcido, resumido en cinco frases. Era fácil transmitirlo a los hijos o a los desconocidos que se acercaban con un corazón inquieto. Eran los dichos preciosos de Nuestro Señor que resumían su propia cristología. Luego sólo quedaba transmitir también su famosa predilección por los pobres, los oprimidos, los aturdidos, los más débiles.

Un grupo hace la cola del hambre con la esperanza de quien compra una entrada para el cine cerrado de la plaza. El viejo que se va muriendo como un árbol desnudo y roto. Ves la mujer golpeada como una estera o la niña que asustada llora. Alguien que pasa de los cincuenta buscando por piedad un último empleo. La farola recorta la silueta de un yonqui esta noche en la que llovizna. Un flaco tirita mojado y oliendo a playa… Y te preguntas quién es, quiénes son todos estos harapientos que miran al cielo y la lluvia les da en la cara.

Todos son Él, que hoy se te queda mirando, ahora que amanece tan lento, como dudando, al iniciarse el otoño esta semana.

La bibliotecaria me mira las manos y se admira de que hoy no compre nada, mal sabe que llevo un libro transparente escondido tras las solapas de poliéster del alma.

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