Opinión

El perro negro

Me he quedado yo, Señor, sólo y estúpido. Hay que ser bien tonto para tenerlo todo teniéndoles a ellos y verme ahora, así, desnudo, inútil como un tilo al lado de la alambrada. Hay que ser bien bobo para dejar de ser un niño.

Porque mientras ellos estaban, yo Señor, era como tú, un hijo. El chiquillo de la Aurelia, aquel que, con una peseta de regaliz, dos sobres de cromos de “Lucha por la vida” o una pelota de goma verde, aquella que tanto botaba y botaba, era del todo feliz como es feliz el agua de la playa, el aire que mueve este mirto, o un pájaro que sube muy arriba y baja de repente y luego canta.

También se fue mi padre y yo pensaba: ¿cómo se lo llevaría el Señor si esta tierra precisaba de su simpatía, de su entrañable mirada, de su cachaza para jamás irritarse, de su parsimonia para querer a la gente necesitada. Era el señor Plácido y lo que él dijese ya bastaba. Era también guardián de las palabras. A mí, ignorante de los vocablos, se me parecía a ti, Señor, el Verbo, la Palabra inequívoca y pronunciada.

Antes ya se fueron mis abuelos, las mujeres y los hombres de las sienes blancas, que me amaron como aman puras el azul del cielo las palomas torcaces a medias azuladas y también con las manchas claras. Se fueron algunos de mis primos, y todos los familiares que me abrían de par en par su corazón de oro y las puertas de sus casas.

Se fueron aquellas amigas y amigos míos y aún los conservo en mis contactos digitales. Me niego a creer que ya no están, que fueron sólo unas sombras y aire. A veces sueño con ellos y al despertar creo abrazarles y sólo es la almohada, aceptando a regañadientes que los sueños son sólo emociones viejas, gorriones posados en unas secas ramas.

Y no es que se fuera antes, sino antes de antes, mi hermano al que ya no conocí, a no ser por su llanto suave y silencioso que se quedó por aquí, siempre conmigo, como el ángel guardián de su hermano chico, ese que escribe ahora esta elegía a la esperanza.

Pero, con todo, no se me ha desvencijado, del todo, el alma. No se me ha roto esa tinaja. Sé que tengo que seguir subiendo esta montaña, que ya mismo también soy padre como tú y he de poner el ímpetu a la espalda y bogar, mover rápidos los remos de esta barca para que los hijos aprendan, sólo con verlo, esa lección que día tras día nos comunicas al alba. Que con dolor nos desprendemos de los que nos aman, pero quedan en nosotros como queda ese olor que trae el agua que baja despacio, tiritando, desde esa nube tan azulada.

La muerte nos da miedo, como lo tuviste tú, al borde de la vida, cuando aceptaste también participar con nosotros de esta yincana. Sentiste el temblor y el miedo como cualquier humano, pero no temiste caer al precipicio porque sabías bien, con confianza, que volvías al Padre y que no ibas sólo sino de la mano de esta humanidad que muchas veces te da la espalda.

La muerte es un perro negro y grande. Negro porque en eta oscuridad en que habitamos no se hace visible. Grande porque nos puede a todos con su mordisco. Lo vemos asustados como ronda, desde nuestra posada y tenemos desasosiego. Un día romperá la puerta que nos defiende y penetrará hasta el último resquicio. Y entonces, cuando todo esté perdido y sólo nos quede el espanto, vendrás tú, estoy seguro. Y serás nuestro padre, nuestra madre, nuestro hermano mayor y nuestro amigo.

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