Opinión

El teorema de Mu

Este sencillo acontecimiento pertenece a aquel tiempo en el que nuestro amigo Mu aún no había sido enviado, por sus padres, a estudiar a aquella institución tan famosa. 

En la escuela estaban trabajando sobre la enciclopedia del tercer grado, aquellas chicas preocupadas por su cambio corporal y aquellos jovenzuelos a los que el bigote les empieza a apuntar. Unas y otros conllevaban aquello con pudor y algún que otro enfado por los dichosos granos. 

En una de aquellas clases en que los más pequeños se dedicaban a cosas de poca monta, el bueno de Mu se ponía, como siempre, a escuchar las explicaciones que no le correspondían pues superaban ampliamente su actual segundo grado. Se agachaba detrás del diccionario y escuchaba como quien está al acecho de una preciosa liebre. Don Guillermo carraspeó como el timbre de una puerta y una vez aclarada la voz, les plantó el Teorema de Pitágoras.

 No entendió mucho, pero entrevió que eso que sonaba tan cursi era, ni más ni menos, que una forma de pensar que no tenía vuelta de hoja. No le importó tanto lo del cuadrado de la longitud de la hipotenusa sino el hecho de que aquello era como un invento. Se le encendió una bombilla en el cerebro, como les pasaba a Zipi y Zape en aquel comic de 75 céntimos y abriendo los ojos como platos supuso que todos los humanos tenían sus propios teoremas. 

Cuando volvió a casa cenó aquella sopa de letras que tanto le gustaba y un pedacito de jurel que le desespinó su madre. Mojó rápidamente aquella galleta María en el vaso de agua y se fue a la cama. Algo raro le pareció a su padre. Su hermana supuso que algo estaba tramando. La verdad no era tan sombría, pues allí solía retirarse cuando deseaba pensar.

Un teorema, suponía, estaba formado por unas piezas de puzle y según se colocasen adquirían un aspecto u otro. Ahí estaba la clave. Las guerras estallaban porque unos decían que, si este teorema mío es mejor que el tuyo y el otro que si el mío, y ya se armaba… la marimorena. Por ejemplo, que el médico del pueblo tenía un teorema sobre el origen de la tos del tío Venancio, pues habría de irse a Ponferrada o a Castro Caldelas a ver qué teorema tenían otros especialistas. Que el mecánico que arreglaba el autobús de Autos Arias no daba con el asunto, pues iban a uno de Ortigueira que decían que era más listo que el hambre. A lo mejor con su teorema funcionaba como un reloj.

Sería importante inventar un teorema. Él inventaría uno. Sería el teorema para la felicidad. Sería su teorema. Entonces imaginó su puzle con una serie de piezas que resultarían imprescindibles. 

Se sentó en la cama y con su lápiz escribió con una letra que intentó redondilla y le salió garrapatosa.

 Primera: Hay que reírse siempre. Echarnos unas risas con nuestros amigos. Reírnos de pequeñas tonterías. 

Segunda: Pasar mucho tiempo con nuestros seres queridos. Quererlos sin prisas y dulcemente.

 Tercera: Tocar a nuestras mascotas. Jugar con el perro. Acariciar al gato hasta hacerle estremecer. 

Cuarta: Abrazar, dar muchos abrazos. Ah… y llorar como una Magdalena, si nos hace falta, sin tener vergüenza alguna.

Releyó su teorema, el de la felicidad, y se durmió como un koala porque le pareció perfecto.

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