Opinión

Fábula del hombre afable

Con frecuencia, alguno de mis cordiales lectores me hace un comentario al oído. Los escucho agradecido y, si tengo suerte, ellos también me regalan, envuelta en una sonrisa, alguna ficción como la que reproduzco:

Había corrido la voz de que aquel fin de semana venía al pueblo el nuevo obispo. Las aldeanas plancharon de inmediato aquellas sayas con las dos rayas, revisaron las toquillas y pusieron al día a sus maridos y a sus hijos sobre cómo comportarse con piedad y respeto. Imaginemos 1958. Los chicos supusieron inmediatamente que sería un prójimo importante, por lo menos tanto como el médico o el señor maestro.

Con escobones limpiaron lo mejor que pudieron aquellas calles en las que, las gallinas rascaban, los borricos rebuznaban, ladraban los perros, mientras los chiquillos jugaban a la billarda. Los animales vacunos fueron los más difíciles de ordenar ya que sus costumbres alimenticias a base de hierba verde, tréboles de tres o cuatro hojas y heno suelen inducirles una disentería permanente con flatulencias varias.

Los guardias, aleccionados por el cabo, dieron brillo a sus tricornios, pavonearon sus fusiles, y limpiaron sus botas negras con aquellos salivazos que sustituían, casi siempre, a la mejor crema de marras. Las jovencitas hicieron los más hermosos ramos de flores para agasajarlo y los mozos dejaron dormitar en el labio inferior, con cierto gracejo, aquellos celtas cortos o mordieron un palillo como los vaqueros de Bonanza.

Pensó el párroco que el más indicado para darle la bienvenida sería el señor alcalde. Mantuvo con él las preceptivas reuniones. El alcalde, que era pedáneo, se resistió como pudo, pero al fin aceptó, una vez que logró entender las indicaciones. Sólo haría falta ser afable y un poco de labia.

Entró el obispo con las fanfarrias de su Ford casi cuadrado. Aplaudían los niños que le hicieron dos filas con banderitas de España y otras de florecitas que la señora Eduvigis había confeccionado con un trozo de su bonita falda.

Los hombres se despojaron del sombrero o de la gorra negra que ya llevaban capada, le miraron recelosos mientras sus mujeres rezaban un rosario contando de dos o de tres en tres las sartas.

La hija del fontanero, que había estudiado en un colegio de Ribadavia, entonó una canción con sus gorgoritos, su falsete y su vibrato y resultó muy adecuada.

Se bajó el señor obispo. Bueno…primero su reverendísima panza y luego en el mal empedrado suelo, aquellos zapatos con chapa. Bendijo primero, estiró el cogote, y se dirigió a aquel grupo de devotos, el tamboril y la gaita. Allí estaba Venancio el de la tía Romualda. Se asustó mucho porque el gentilhombre, autoridad eclesiástica, llevaba un fajín rojo y un gorrito del mismo color tapándole la calva. Le empujaron un poco y allí se fue sacando pecho y la mejor voz para que se le oyese en la plaza:

-Bienvenido sea ilustrísimo señor obispo.

-Eso le pareció muy bien a su reverendísima. Y prosiguió animado:

-¿Cómo está el señor obispo?

-Bien, bien contestó lisonjero.

Y ya puesto el pedáneo, le espetó como alabanza:

-Y… ¿cómo está la señora obispa y los “obispines” allí en su casa?

Me reí, se tomó una chiquita mi confidente y terminó su charla.

Con las debidas licencias.

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