Opinión

El futuro nadie lo ha visto

Don Guillermo se repantingó en la vieja silla mientras observaba a través del vetusto ventanal de madera cómo jugaban sus alumnos. Desde allí, en este tiempo del recreo, supuso el futuro de aquellos, a veces encantadores y a veces insoportables críos y crías. Imaginó a Guadalupe con su fonendo y a Alberto con sus bueyes rompiendo en zigzag la antigua tierra del Pastizal. A cada uno de sus trece alumnos fue soñándoles su futuro. Taxista, guardia civil, zapatero remendón o seminarista con derecho a parroquia del rural. 

Pensó también en su ya lejana infancia. Durante aquellos años en los que fue niño y aquellos otros en los que fue un jovenzuelo con mucho futuro, según decían sus dos tías abuelas, las solteronas de Melón. Aún le pareció oír con nitidez a sus profesores y también a sus padres que debería estudiar mucho. La razón era evidente: prepararse para el futuro.

La verdad es que el mañana, lo que entonces suponía que era el día de mañana sí que llegó, pero ni unos ni otros acertaron lo que estaba por venir. Le engañaron vilmente, sin pretenderlo, porque esto que llegó no se parecía ni por asomo a aquello que él suponía y tampoco a lo que ellos pronosticaban.

Si fuese una quiniela no cobrarían un duro porque no acertaron una. Ni las empresas eran como se suponía. Ni la política era como se barruntaba. Ni el orden de valores se parecía en nada a aquello que se les juraba “era inamovible y eterno”. 

Al atardecer tomó la novela que estaba leyendo con fruición “La tragedia de Mountheron” de F. Barret, se la endosó en el sobaco y se fue a la orilla del rio. Ser maestro tenía entonces cierto predicamento y las gentes de aquella pequeña población le manifestaban cierta deferencia saludándole cordialmente. Él lo agradecía mientras pensaba para sus adentros: “Lo que les ocurre es que saben que el futuro de sus hijos está en mis manos”. Se sentó sobre la piedra grande del musgo, hizo un rápido estudio de cómo se movería el sol desde entonces hasta la hora de la merienda y le pareció bien.

Abrió el libreto por la página 116 que había marcado en la lectura anterior con un palillo de madera, que solía guardar para tal fin en el bolsillo de la chaqueta. Aunque estaba de lo más interesante cuando ella explicaba sencillamente: “Espiridión bajó de los montes e intentó raptarme en mi casa, diciendo que quería casarse conmigo porque me amaba…”, cerró la novela con cierto estrépito y volvió a pensar en sus alumnos y el mundo venidero. El futuro es siempre “más tarde, ahora no”. La tapia que nunca darás saltado.

 Por decirlo sencillamente, el “acontecedero” era ya una cierta obsesión. Más que eso, ya que cualquier actividad educativa le hacía saltar un fusible que le retornaba a la monserga de siempre. Que hacía un dictado pues ¡zas!, que una regla de tres pues ¡zas! ¡zas! ¡zas!

Un día Don Guillermo miró a aquel chico del pupitre todo rayado que le reventaba aquellas clases que él se preparaba tan bien. Se enfadó y le gritó: “¡No sé qué futuro vas a tener tú ya que todo te lo tomas a broma!”. El chico, entonces, iluminó aquellos ojitos de saltamontes y poniendo una voz lo más atiplada posible, le contestó: “El futuro… querido Don Guillermo… nadie lo ha visto”.

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