Opinión

Húmedas hojas

Desde aquí juraría que el pueblo es un ser vivo y está tumbado sobre esa leve inclinación, esa loma de pinos, arándanos y milenramas. El pueblo no es un conjunto de pequeñas casas con su iglesia, su estanco y su escuela. No es tampoco un armario en el que se guardan las risas de antaño, las fiestas o sus cohetes ruidosos que suben y suben y pierden esa caña delgada que cae a la acequia donde se ríe el agua. No es esa forma de hacer las magdalenas con una triza de anís. No es el dolor por la guerra y el hambre. Es un futuro de chicas y chicos que ahora van a mi escuela.

Dejo de mirar por la ventana y me doy la vuelta y allí están ellos, ese futuro que ellos y yo soñamos de libertades y que ahora es sólo el aprendizaje de geografía que hoy es lo que toca. Desde aquí no vemos el mar a no ser que lo sea esa línea del horizonte donde le suponemos lleno de olas y arenas. Pero estudiamos las costas. Siempre imaginan las chicas y chicos que son marineros que llevan el rumbo de un barco que navega espumas y rayas de agua y que van a descubrir otros mundos como hizo Colón y que, de nuevo, por pura casualidad descubrirán una tierra. Cuando bebés todos eran navegantes en la cuna que mecía la madre, esa cálida barquichuela.

Ayer aquella señora del pueblo me cosió un leve desgarro de la chaqueta. Me lo hice jugando al fútbol teniéndola puesta. La señora me dice que mi trabajo es como el de ella. Me admira su opinión y la escucho con verdadera atención mientras ella se inicia enhebrando la aguja y tirando de la sisa que está descompuesta. 

-Les enseña usted a enhebrar la aguja. Les enseña a pensar, que no es pequeña cosa, también a imaginar y hacer, pero sobre todo a saber decidir.  Cada aprendizaje será una hoja de su árbol. Bajo él se cobijarán cuando llueva tanto que no podrán huir de las circunstancias. Le recordarán siempre como aquel que les enseñó a echar una pizca de esperanza sobre las tristezas.

A eso de las tres de la tarde el pueblo se revuelca en su cama de hierba y el sol le da en la cocorota, que es exactamente la fuente de piedra. Acercan las viejas una silla pequeña a la puerta y un hombre con gorra viene arrastrando los pies y se sienta. Arriba hay un muro de adobes al que han dado unos brochazos de cal y brilla como nuevo cuando el sol aprieta. Es el cementerio que siempre está en barbecho y oliendo a húmeda su negruzca tierra. Un día llamará por su apodo al viejo y lo llevarán a hombros como al torero sabio y lo plantarán en aquella huerta. Y un niño preguntará dónde se van los que no vuelven y su madre le pondrá guapo, le dirá que no llore y lo mandará a mi escuela.

El viento con sus delicadas manos hace girar levemente la veleta. Las cigüeñas crotoran sobre el nido anchísimo que han construido sobre la torre tan longeva. Parece un sombrero mejicano, dicen los chicos, sobre la iglesia. Y ellas blanquinegras, zancudas, con su frac un poquitín hortera, nos miran siempre desde arriba como miran las jueces desde la tarima, un poco displicentes y estoicas.

Rumor de árboles que se cuentan secretos a eso de las cinco y media. Rumor de árboles, en marzo, y Dios coloca su lágrima en cada hoja.

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