Opinión

Introitus

Anochecía. Los rayos rasgaban el azorado cielo y la tranquilidad de mi sobrio aposento. Aunque mantenía cerrada la puerta de mi habitáculo, ésta se mostraba nerviosa y temblaba con cada trueno. Se golpeaba a sí misma con cien golpes de pecho. El antro era tan pequeño que me producía cierta claustrofobia y miedo. 

Tanto recelo me llevó a penetrar en la rústica iglesia del desamortizado convento. Lo hice por una liliputiense puerta disimulada hacia barlovento. Buscaba en un mayor espacio, tranquilidad y cobijo de aquellos sonidos que percibía como terribles y siniestros.

Nunca debí haberlo hecho. Los santos de madera me oyeron y se giraron para mirarme displicentes desde sus peanas policromadas, de cerezo. Se preguntaban quién era yo que osaba romper su apacible morada donde todas las sombras, de aquel viejo templo, tenían su lecho. Aparecían y desaparecían a cada paso coincidiendo con los resplandores naturales que yo suponía, en mi desconcierto, puñales de acero que rasgaban el viento.

Entonces un ave, posiblemente una lúgubre lechuza o pájaro de mal agüero, atravesó la nave golpeando sus entumecidas alas, desapareciendo por el  lucernario del techo. Era como si de repente lo que sólo era una tormenta de febrero se hubiese convertido en el verdadero espanto con el que se me quejaba el cielo.

Ya que descubrí que los espacios abiertos me producían más ofuscación que los pequeños, me refugié de un brinco en aquel armario de madera, aquella garita, aquel confesionario viejo.

-Hace usted muy bien, siéntese a mi lado, que los dos, bien apretados, sí cogemos.

Creí morirme cuando aquella escuálida mano me agarró por el brazo y me ayudó a sentarme en esa tabla que suele usar el confesor para escuchar a los que quieren expiar, a través de la celosía, ya sean sus pecados, sus cuitas o sus escrupulosos pensamientos.

¿Quién era? ¿Quién me agarraba y me llevaba a la fuerza sin miramientos? Oí su respiración entrecortada, sus palabras ambíguas, sus quejidos, sus suspiros, aquel olor nauseabundo que procedía de su boca desdentada como cueva negra de bucanero. Me abrazó como lo hace un fiero perro que te aprieta sobre la pared para defender su terreno.

- ¿Sabes quién soy yo? ¿Sabes quién soy yo? -Me agarraba e impedía mi sosiego-.

-Yo… yo…

Aquel ser estraño que procedía, supongo, de otro tiempo o de un mundo paralelo tomó con fuerza mi chaqueta y trayendo ante mis desorbitados ojos, un papel amarillo y grasiento, me dijo:

-Aquí se lo dejo en el bosillo. Léalo despacio. De no hacerlo así volveremos a vernos.

Entonces… menos mal, aquellos tambores que sonaban en el carnaval del pueblo me hicieron despertar, abrir los ojos como panes y salir del ofuscamiento. Descubrí con deleite que cuanto había vivido era fruto del aguardiente. Poco acostumbrado a beber esos líquidos de hierbas, habían obnubilado mi mente.

Desde allí escuché cómo Antioquía festejaba alborotado el Introito, con golpes a los aceros, músicas, comparsas, risas, el desbarajuste, en fin… eso que es propio de este febrero que remeda con mascaradas aquel tiempo en el que dominaban las orgías y el desenfreno.

Me retiré con las manos en los bolsillos y… ¡oh!... encontré el papel amarillento al lado de mi pañuelo…

Pero… ¿no había sido un sueño?

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