Opinión

La danza de la muerte

El hombre se sintió ligero aquella mañana. Le pareció escuchar gritos y lágrimas de consternación. De pronto tuvo la sensación inequívoca de que estaba viendo aquello de lo que tantas veces se había reído: la Santa Compaña. Se frotó los ojos, tosió y carraspeó y volvió a carraspear. Algo en la garganta no funcionaba igual. Sería el tabaco. Ya se lo había dicho el doctor: deje usted de fumar.

Lo que le extrañó fue la cantidad de gente que se iba arremolinando frente a su ventana, pero le tranquilizó que les conocía…bueno…a casi todos. ¡Ah, ya! –pensó–, ya sé lo que pasa. Le dio pena pensar lo tonto que era. Recordó que había leído en la prensa que harían una representación de la Santa Compaña por la ciudad. En esta época de octubre o noviembre ya se sabe…la influencia de otras culturas…o incluso…nuestra propia cultura tan rica en  sentimientos, tristezas y nostalgias.

Estaba muy bien montado el espectáculo. No faltaba nada. No faltaba nadie. Tres curas. Menos mal que era puro “atrezzo” porque en este tiempo…para encontrar tres reverendos…no hay manera…que ya no quedan. El niño del calderín le daba coscorrones con el hisopo a la niña de las trenzas. El señor de la barba llevaba la cruz y ponía un gesto tan huraño que casi hacía creíble su papel. De todas formas se irritó al contemplar que estaban usando auténticos instrumentos de iglesia, sobrepellices, dalmáticas…El incienso se iba estirando hacia el cielo como un humo tenue, flexible y largo como las habichuelas de un cuento para niños.

Las plañideras… ¡perfectas! Qué manera de llorar más auténtica. Bueno…en eso exageraban un poco porque hoy en los entierros no llora nadie, ni el difunto. Se rió de la propia ocurrencia. Siempre le habían alabado sus amigos esas chispas de humor que le hacían sentirse la “reina” de las fiestas. En este tiempo del otoño el ambiente ayuda para estas cosas. Por ejemplo, siempre que iba al “souto” a recoger castañas tenía la sensación de que las ánimas se le hacían presentes. Solía llover y cuando escampaba, una niebla blanca y adiposa iba apoderándose del sitio. Entonces los erizos sensuales abrían su pecho enamorado y soltaban el fruto marrón y húmedo con deshonesta lascivia. Al caer podía jurarse que no eran ellas sino los pasos de las almas de los antepasados caminando arriba y abajo la espesura.

Él era un tipo friolero pero pese a la humedad del ambiente, pese a esa llovizna minúscula que se metía traidora en los anoraks de los figurantes que, poco a poco, iban juntándose, qué casualidad, en la misma puerta de su casa, hoy no sentía frío. Claro, estaba seguro de que la señora Ubalda, que venía cada día a limpiar un par de horas, por ocho euros, la casa, habría dejado encendida la calefacción. También se ocupaba de Pipo, su Yorkshire.

En ese momento sonaron las campanas a difunto: tan…tan…y sonaban a hombre ya que si fuese mujer se oiría el badajo de la atiplada campana más pequeña. Entonces, sí, con cada campanada sintió vibrar su interior blandengue. Era como si un flan de huevo se le ”estarrufase” en el corazón.  Al terminar avanzó la santa Compaña y el abad del entierro rogó por el  eterno descanso del alma del señor Abilio…

Qué casualidad –pensó Abilio– y enfadado se dio media vuelta y se marchó a la cocina sin abrir la puerta… ni nada. Atravesarla era más cómodo.

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