Opinión

La llamaron "Calicia"

Entrar en aquella antigua biblioteca le produjo una deliciosa sensación. Es verdad que las pocas mesas retorneadas y de madera estaban cubiertas por abundante polvo. También es verdad que un cierto olor ácido a humedad se expandía por aquel enorme salón y se podría conjeturar con que aquel ámbito fermentado fuese su hedor habitual.

Los lomos de aquellos gordísimos libros de las baldas de la izquierda mostraban sus títulos en letras doradas o repujadas sobre unos cueros ya deteriorados. Algunos mejor conservados se referían a temas de brujería. Junto a ellos observó uno en cartulinas negras. En un gris difícil de leer a lo lejos, lo había titulado el impresor como: “Oraciones de san Cipriano para librarse del mal de ojo”.

Apenas había comenzado a izar su zarpa para tomarlo y leerlo, cuando un ruido desagradable, un chirrido de puerta, hacía patente la entrada de un hombre enjuto. Seguro que había sido un doncel en otro mundo o en otro tiempo, pero era ya sólo un ser flaco y encorvado que sin esfuerzo alguno le regaló una sonrisa.

Dedujo que era el bibliotecario y no se le ocurrió ni una triste frase para entablar cierta cordialidad. Aquel ser con unos pelos blancos agrupados en una guedeja atada con una goma amarilla, se le acercó a paso más decidido de lo que cabría esperar. Le miró, desde abajo, claro, y mantuvo la mirada un tiempo. Pasado el cual se dirigió a los libros que se repantigaban unos contra otros en unas vitrinas más pobres y de formica azulada.

Tomó con su mano derecha, enguantada con un mitón blanco, un pequeño libro y acariciándolo con la otra mano se lo entregó:

-Éste le gustará. Siéntese en aquella butaca verde y léalo despacio. 

Él, que no le había pedido ninguno, lo tomó y obedeció sus órdenes como lo haría un muchacho al que recrimina su profesor.

Era, o le pareció a él, un pequeño incunable, un bebé de imprenta, mucho menor de lo habitual y mucho más iluminado.

Era tan interesante su planteamiento que no soltó el librito en mucho tiempo. Vio con gran interés los grabados de época. Se recogían en numerosos lugares documentos, escritos en esa letra azul, negra o roja, que manejaban a la perfección los frailes de los monasterios.

El libro trataba de convencer de un hecho que le pareció extraordinario: las gentes que a través de los siglos han hecho los diferentes caminos para llegar a Galicia, lo hicieron con la certeza de que en esta tierra estaba el “Calix Domini”. Depositado en el Cebreiro atrajo hacia sí, ya en la época de la romanización tardía, a los creyentes, en tal forma que éstos comenzaron a denominar a esta tierra como Calicia, la tierra del cáliz del Señor.

La verdad es que numerosos documentos centroeuropeos y nórdicos denominan en sus escritos y en los estandartes de guerra miniaturizados, y siempre, a esta tierra como Calicia.

Cuando estaba tan entusiasmado, y ya sabes que el entusiasmo es un corrosivo que nos incendia las entrañas… pasó al capítulo siguiente en el que parecía explicarse el por qué pasó a ser Santiago el final del camino.

Pero el hombre encorvado, con su voz ronca y afónica, un tanto histriónica, le conminó a dejar ese capítulo para otro día. Era la hora del cierre. Fuera un viento recio ululaba, agarrado a la reja de la lucerna.

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