Opinión

La mano del Almirez

Literatura de cordel). Bajó por aquella calle. Las farolas iniciaban su luz mortecina pues la noche planeaba como un buitre sobre la población pequeña, lúgubre, luctuosa y cuasi vacía. Maullaban los gatos huyendo del carnicero que los miraba de aquella manera extraña, pensando “ven gatito, ven, que te convertiré en un conejo en un plis-plas enseguida.”.

Ni siquiera reparó en su reloj de bolsillo, porque el viejo reloj de la ermita hacía sonar la hora y descompasaba el sonido, mientras el sacristán a lo lejos sonaba su campañilla. Seguramente acompañaban al Sacramento que le llevaban a la mujer del herrero, pensando que se moría. Le serviría de Viático y también, dispensando la osadía, de singular comida porque desde hacía tanto tiempo no probaba más bocado que alguna sopa chirla hecha con un hueso de cabra que una y otra vez hervían.

Si describiésemos el pueblo diríamos que era miserable y lóbrega aquella villa. Sólo abundaban las sombras que las mínimas luces proyectaban con desgana sobre el deteriorado empedrado de la botica. Sombras sí, pero sobras…en este sitio no existían. Las empedradas calles, estaban que relucían, ya que nadie tiraba nada por si para algo, por un casual, servía.

No estaba sólo el viajero porque detrás de las cortinas, apostado todo el mundo, vigilaban su movimiento, su deambular, si iba o si venía, suponiendo el interior de la maleta, lo que el hombre allí tendría. Luego se hizo noche, de repente, como si la oscuridad hiciese falta para que los hombres y mujeres de la aldehuela sacasen los malos pensamientos que en las tripas retenían.

¿A dónde iría? ¿Por qué atravesaba el lugar a esa hora intempestiva? Pero lo que más intrigaba era el contenido de su valija.

Poco a poco, como una enfermedad, se fue extendiendo el deseo de liquidarlo por cada una de las famélicas familias. Y se miraban de ventana a ventana y ya todos lo entendían. Sólo algún ¡chist! de aviso se pasaban y sin hablar nada de nada llegaron al consenso de linchar al viajante desconocido. Nadie nada diría.

Primero se taparon con cobertores viejos, con sombreros oscuros. Ocultos tras los portones, las columnas de piedra, los arcos de las fachadas con cristales rotos, y las cerradas cantinas. Sacaron las navajas, palas, hachas, horcas, sierras, hasta un arpón, algunas tijeras y los cuchillos de cocina.

El hombre ensimismado, sintió un frío que del aire no venía.

Al fin se oyeron pasos, muchos pasos, cientos de pasos. Con los palos golpeaban el suelo que se estremecía. Un montón de seres fantasmales, grises, negros, venían y venían. Los oyó llegar, claro, divisó sus figuras terribles, tétricas, avanzando sin parar, pero a un ritmo lento como es propio de cacería.

Se echaron sobre él como una nube de grajos. Antes de descargar los palos lo acuchillaron a porfía. Gritó el hombre en la plaza del cruceiro y ya herido de muerte, esto a duras penas, entre estertores decía:

-Hola hermana, mis amigos, mis vecinos. Soy yo y os traigo en mi maleta: camisas blancas, faldas, blusas y camisones, algunos juguetes para los niños, y para los mayores ultramarinos finos, vinos y licores.

Y viviendo su tenebrosa agonía, dicen las malas lenguas que creyó ver a su propia madre, blandiendo el mazo del almirez que en sus manos relucía.

Te puede interesar