Opinión

La monja del Alvia


Desde esta ventanilla del Alvia las cosas se desdibujan al pasar a tanta velocidad. Así es también la realidad. Montados sobre esa especie de tren que es la vida las cosas nos suceden… se diluyen, se licúan y no se cuajan.

Este vagón número ocho es para nosotros, los que aquí vamos, un tiempo precioso para vernos a nosotros mismos, pensar, apenas leer, mover nuestros dedos sobre cualquier pantalla. Y hacernos, un selfi del alma. Es entonces cuando te acercas a cada uno y nos preguntas al oído qué hay de lo nuestro. Y si te hacemos huir de un manotazo como a un insecto molesto, tú no te irritas, sólo te callas.

Aquí, mismo al lado, se ha sentado una monjita que no lleva toca ni largas faldas. Supongo que lo es porque tiene esa carita de no romper un plato, unas mínimas gafas de carey, una sonrisa de porcelana y un anillo que pellizca contando los diez puntos de plata. Discreta, lo oculta un segundo y medio y vuelve a mostrármelo ahora con arrogancia.

Pienso para qué sirve una monja. Supongo que si se lo pregunto directamente ella me contestaría desde su humildad: “Para nada”. Pero miente esa mujer si así contesta porque qué sería de este mundo redondo y abollado por los polos si ella no rezase ese rosario por todos los que andamos tan despistados buscando aquí y allí un no sé qué, un qué sé yo, un algo con sentido, un alguien que dé coherencia a estas nuestras fantasías tan humanas que estallan, como las pompas de jabón de nuestra infancia.

Me invento que será una madre Antonia de colegio y que tocará el silbato al terminar el recreo por la mañana. Luego me corrijo y pienso que, ni es monja ni nada sino una señora que trabaja en el super o en la frutería de la plaza. Entonces la imagino buscando las llaves en los bolsillos de su bata de casa.

Ensimismada carraspea como el timbre de este tren de media distancia. Se anima, ahora, y me pregunta, nada preocupada, cuándo llegaremos a tal sitio. Lo leo en el billete y se lo indico en el cartón de Adif o de Renfe, que tanto tiene el alias. “Ah, es verdad, mira que soy tonta”. Pero no es tonta la monja, sino cándida, sencilla, inocente, candorosa y un poco incauta. 

Alguna vez bisbisea y mueve los labios, inconscientemente, cuando un pensamiento la atrapa. Mira arrobada la monjita a través de la ventanilla cuadrada. Se ríe. Empuja una maletita escuálida. Cuando se marcha deja, creo que, olvidada, sobre el asiento 10 B, una estampa.

Y si te empeñas te digo de quién es la imagen de aquella pequeña lámina. Quién por mucho que lo intente logra ocultarte nada ya que eres el más listo de la clase y te lo sabes todo. Te diré que es aquella que te llevó en su seno y en sus brazos cuando te cansabas. Efectivamente, es de tu madre a la que llaman en los Milagros: “Guapa y guapa”.

No sólo la quiere la gente por ser tu madre, que también, sino porque les acoge con esa carita primorosa, que semeja otra frutera, una fisio, una ingeniera de sistemas, una monja que viaja, una deportista de béisbol, vamos… una vecina que vive al lado mismo, puerta con puerta, en la misma planta. 

Oye, y digo yo… tú que viajas conmigo y con todos nosotros, en todos los trenes… ¿cuándo te bajas?

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