Opinión

La muerte de Boris

Aquel hombre, retratado en la sala noble, no se le parecía en nada. No tenía mucho sentido que la gente le confundiese con él. Boris, decididamente, echó mano a su móvil y buscó información. Supo que su apellido era Paxino y así, poco a poco, se hizo con otros datos relevantes. Aparecía el tal Gerard como abogado, como filósofo, como pensador y colaborador de los grandes rotativos italianos y franceses. Incluso, ese buscador zascandil que todo lo ve y todo lo sabe, revelaba su edad. La universidad de Aquisgram en Alemania aparecía como sede de uno de sus círculos de conferencias.

Tal popularidad la supuso de sí mismo y se estiró jactancioso.

Se preguntó por qué no buscaba la misma información sobre el hotel que tantas preocupaciones le estaba produciendo. Pensó hacerlo, pero en ese momento entró, divertida y charlatana, la recepcionista.

-Hola Melinda - dijo aquel ujier cojo-. Hoy está usted muy contenta. No contestó y dio la impresión de que al ver a nuestro personaje se le oscureció el semblante.

Se enteró en ese momento de su nombre ya que hasta ahora sólo era para él una empleada.

-Me gustaría hablarle un momento… si es posible. Lejos de contestarle aceleró el paso y ya cerca de la pequeña galería de los espejos entrelazó un comentario sin mayor importancia:

-Ya sabe que estamos muy ocupados. Cualquier pregunta hágasela al conserje.

El ujier le informó de aquella localidad alpina, no muy distante, que tenía una buena biblioteca con un buen servicio de prensa.

Su viejo cacharro ronroneó y tardó un poco en ponerse en marcha. Dio con el local y lo agradeció porque el frio era morrocotudo. Allí una calefacción adecuada animaba a tomar asiento y leer con fruición cualquier cosa.

La bibliotecaria era una anciana menuda y le miró a través de sus anteojos circulares, con sus ojitos azul cobalto. Le ayudó a buscar todo lo relativo al viejo caserón, hoy hotelito de segunda. Aunque las vistas, desde allí, eran preciosas, y la carretera era una serpiente esquivando los precipicios, sólo atendió a manejar toda aquella documentación que fue arremolinando sobre el mesado confortable de madera.

Hacía referencia a la familia Paxino y era fácil deducir la decadencia de la misma. Muchos folletos y octavillas se hacían cargo de cursos, seminarios, estudios, congresos en los que había participado aquel hombre sabio.

En la biblioteca una jovencita aprovechaba los auriculares del centro para alguna información jocosa ya que se reía a lo tonto y promovía la riña cordial de la viejita que le solicitaba silencio. Aquel anciano de la esquina se había quedado dormido como un niño, tapado con una mantita a rayas y con el “Berliner Zeitung” abierto por la página 32.

Boris leyó lo que le pareció, se informó y juró volver porque aquel sitio era muy agradable. Se despidió de la anciana librera y ella le mandó recuerdos para la gente del hotel.

-No olvide saludar, de mi parte, al bueno de Gerard. Somos amigos desde hace tiempo y no he vuelto a verle después de la terrible muerte del viajante.

Movido de ese deseo innato que nos lleva a saber por saber, le preguntó por la identidad del fiambre.

-Déjeme pensar…Boris era su nombre…sí…era Boris… descanse en paz.

(Capítulo 12 de Paso Stelvio. Continuará).

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