Opinión

Los ladrones de naipes

Paseo por aquel resto de la muralla. Esa pared de mampostería se cae a pedazos cuando la empapa el agua. He visto al anciano que quería verme. Necesitaba, había dicho, charlar conmigo y ahora, casualmente, me lo he tropezado al salir del bar en el que me tomo un descafeinado y esa galletita cuadrada.

Dice el buen hombre que se alegra mucho de verme y retiene mi mano como si quisiese quedársela para siempre. Le invito a tomar algo y me dice que no, aunque al fin se toma con gusto un vino ribeiro, delicioso y dorado, en la tacita blanca. Eso me permite observar que sus manos tiemblan notablemente y acerca el cacharro como quien da besos de despedida a la taza.

Baja la voz, mira en redor, se regodea en aquel líquido y me cuenta su historia insólita. Desde hace un tiempo, jura, que alguien le roba y le da la lata.

-No es un robo de grandes cosas, créame usted. 

Le digo que se explique sin miedo y lo hace mientras, de nuevo, me revisa con su mirada que se oculta en las cuencas tras el vello de las cejas tan pobladas. La chica que nos sirve no puede oírnos desde detrás del mostrador de madera blanca.

-Mire usted. Me gusta jugar a las cartas. Pero ahora se me han muerto los amigos y no puedo jugarlas. Antes yo, está mal que lo diga, era un fenómeno y jugaba a la brisca y al tute y a las siete y media. ¡Qué tiempos aquellos! Oiga. Pero ahora tampoco me ganan porque se han muerto todos y se han ido a ese sitio donde ya no se pueden hacer renuncios ni trampas.

De forma automática miro mi reloj de pulsera. Debe ser un tic nervioso propio de los maestros que siempre andamos a vueltas con los horarios y el final de la jornada. Entiende él que me está aburriendo y entonces, se centra en lo que cuenta y lo hace con una arrancada.

-Pues iré al grano. Ya no juego, como dije, a las cartas, a no ser a esos juegos solitarios que usted conoce: los tres picos, el spider, carta blanca… Pues bien necesito 52 cartas …

Yo, que no tengo ni idea, me dejo llevar por su explicación y con su charla que se tropieza y se despabila, me explica lo que para él es una situación amarga. 

-Pues de repente me faltan una, dos o tres cartas. Y estaban allí. ¿Quién habrá venido por el aire a robarlas?

Me preocupa cómo se angustia. Cómo busca mi respuesta con ansiedad. Le pregunto datos que él supone imprescindibles para descubrir sus ladrones etéreos de cartas. La verdad es que al oírle estoy revisando mentalmente mis lecciones de Psicología y las de Gramática Parda.

-¿Le han robado más cosas? -le pregunto mientras intuyo, como tú, de lo que se trata-.

-También me roban las palabras y se van con ellas y ya no las encuentro porque me las esconden sabe Dios dónde y tardo en encontrarlas. A veces me falta la palabra “…” y a veces “…”. No es siempre la misma palabra. ¡Ah! Y muchas veces me esconden las llaves y me vuelvo loco para encontrarlas. Cómo me gustaría que usted detuviese a los ladrones que se esconden en el aire después de robarme mis cartas. 

No es un juego de guardias y ladrones, pero quisiera tener grilletes de tinta y encerrar en esta cárcel de papel a esos misteriosos duendes del aire y el viento que, a tantos ancianos, andan escondiéndoles las cosas, escamoteando sus cartas y robándoles las palabras.

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