Opinión

Las hijas de María

Cuando llegaba el sábado observaba con diligencia el reloj de la cocina. Le parecía que, si lo hacía así, el tiempo se movería con más salero. No era verdad. Era algo parecido a lo que le pasaba con la sopa que, de vez en cuando, les ponían en el comedor del colegio. Él quería terminarla de una vez, pero la sopa cada vez crecía más en el plato y no se terminaba nunca.

Tenía aquella llave que pesaba un montón y debía abrirles a aquellas chicas todos los sábados a las cinco. A esa hora se subía a su preciosa bici recién pintada y con unas pedaladas algo aceleradas, se plantaba en aquella puerta que, estaba seguro, le esperaba con la misma impaciencia.

Las chicas que iban entrando, cuando estaban fuera charlaban como cotorras. Su hermana también hablaba así. Pero en el momento de adentrarse en aquella capilla se iba haciendo un silencio como Dios manda. Pensaba él, en su pensamiento infantil, que el silencio se elabora con ese montón de palabras. Se las coge por las orejas y se las mete en el cajón hasta otra oportunidad.

Se quedaba detrás de la pila bautismal y haciéndose el remolón se quedaba observando. No pocas veces la tos acudía a su garganta porque era mayo y en ese mes, ya lo decía don no sé qué, que era el médico: “eso es una alergia a algo”. Creía él que sería a las pelusas de los chopos que se ponían a volar como insectos blancos de algodón. Y claro…si tosía, las chicas descubrían al pequeño polizón y lo echaban.

Le encantaba oír cómo cantaban aquellas canciones que le parecían preciosas: “con flores a María”, “el 13 de mayo”… y otras que sólo sabía a medias porque claro, casi siempre terminaban poniéndole en la calle.

Todas eran unas floristas estupendas y confeccionaban unos ramos lucidos que le ponían a aquella imagen del manto azul y carita arrebolada que se le parecía tanto a su madre.

El aire se ponía muy dulce y el olor del jazmín se iba estirando hasta darse contra las dovelas de los arcos. Las jóvenes iban pelando las múltiples hojas verdes y sólo les dejaban las florecillas. Era un trabajo primoroso, sobre todo cuando también lo emparejaban con lirios y con calas siempre blancas.

Cuando, pasado un tiempo, ya era adolescente el bueno de Mu, aprovechaba para dejarse caer por allí. Un poco por la señora del manto azul, otro poco por recordar los viejos tiempos y también para ver aquellas chicas que recordaba siempre como dulces y candorosas. En esa época ya no lo mandaban marchar. Ellas le miraban con afecto o algo así. El caso es que entonces se le producía como un aleteo del corazón.

Primero pensó que sería la alergia, pero después se dio cuenta de que esa pericarditis no era una reacción de su sistema inmunitario. Pudo percatarse de ello cuando el rubor se le subió a los mofletes. Y eso le ocurría siempre que se cruzaba con aquella Paola que tenía, más que ojos sobre la nariz respingona, una tarde de sol con su limonada, una nube y dos ocas azules con irisaciones blancas.

Hoy ha vuelto. La puerta, cerrada a medias, está desvencijada. Mira buscando lo que conoció hace tiempo, pero no hay nada. Nadie ha puesto flores. Nadie canta una canción para la mujer de la cara arrebolada. Tarareando algo, con la melancolía puesta sobre los hombros a modo de bufanda, aquel hombre que un día fue un crío, se marcha.

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