Opinión

Los perros ya tienen cielo

Bobo sube despacio, el cansancio abriendo su hocico y los años pegados ya a las patas. Por el mismo camino regresan las vacas, barrigudas, mascando sombras chiclosas. Bobo es un viejo perro, doblado su estupor en el cerebro. Podría decirse que es un anciano barbudo, o que es una encina o incluso un rio.

Si alguien hiciese un inventario del universo, si alguien cuantificase las cosas, los hombres, las escarchas, incluso los perros, nadie se acordaría de este viejo perro que imagina conejos. Si además, alguien pusiera un código de barras a las cosas, si todas las cosas tuviesen un número… el de Bobo, el número de Bobo sería el cero a la izquierda del recuerdo.

Me han dicho que los perros no tienen alma, por eso simplemente, porque son perros. Y sin embargo el perro viejo que camina quedo, profundo, ancho, grande como la mirada de un niño… ha hecho reales a tantos hombres que han caminado a su lado, aquellos que tampoco pintaron nada para nadie, a no ser para el miocardio del corazón de su cánido compañero. Los libros, el agua, los caminos, la envidia, los torreones, las blanquinegras urracas, sin Bobo no habrían sido. Porque cada hombre es un resumen de la historia, una historia hecha a base de casos y de cosas e incluso de perros, esos que no tienen alma porque hemos quedado en que son perros, sólo perros.

Bobo, entonces cachorro, había subido por la vida hasta arriba, hasta más allá del abrevadero, pero ahora iba bajando sin decir nada, hecho un viejo que no tendrá cielo. Las mujeres del pueblo pasan a su lado y le miran dulces, amables, indulgentes. Los hombres del pueblo pasan a su lado extraños , terribles, tal vez absurdos, buscando algo que ellos mismos desconocen y ridículos alzan la mano, intentan coger, doblan los dedos… y la abren luego y la miran…y está repleta de silencio, como una cama estéril, como un esqueleto. Pero Bobo contempla su silencio y va y lo cruza. Ya lo está cruzando para que no estén solos.

Pero ¿quién ha dicho que no van al cielo? A lo mejor están allí, para chequearnos y oliscarnos. Para avisar a San Pedro, el del llavero, de si “olemos a buena gente”. Y esa va a ser nuestra única baza para colarnos en el Paraíso; que nuestro fiel Bobo, o Mariscal, o Plateada, o Princesa o Chuti, o... nos reconozcan al llegar, salten sobre nuestro regazo, nos mordisqueen los tobillos y nos ladren al oído las ganas que tenían de volver a vernos. Y Nuestro Señor se hará el sueco y se dejará engañar por estos seres peludos, velludos, lanosos o hirsutos que nos han dado tanto amor. Porque el amor se queda dentro de las flores, o dentro de un libro, o dentro de un taxi, o dentro de nuestro perro.

Y mientras tanto se dilucida si tienen o no tienen alma, si tienen o no tienen cielo, sea esta mi sencilla columna y para su eterna memoria, su cielo de papel de periódico.

Se oye rodar el viento a trompicones. La tarde se estruja sobre mi pueblo. De nuevo el aire, después un perro… que camina hacia la muerte despacio o deprisa como un cuento.

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