Opinión

El martillo de Putin

Nos habían dicho que era un lugar maravilloso. Tan estupendo que tenía una ermita con un santo muy milagrero. Aparcamos los tres automóviles en aquella pequeña explanada y preguntamos a una señora por la pequeña iglesia. La gente de nuestras aldeas aparte de muy inteligente es la mar de cordial y nos dio las mejores indicaciones.

Subimos aquella cuesta. A medio camino nos vimos impelidos a hacer un descanso. Era tan abrupta y empinada aquella ladera que hizo que unos goterones de sudor feo y amarillo, bajasen por nuestros cuellos o se asomasen a los sobacos de nuestras señoras. Nosotros un desastre. Ellas incapaces de mantener el ritmo porque sus zapatos de medio tacón y tacón entero no eran, para nada, apropiados.

Diminuta y casi coqueta se nos mostró, de repente, detrás de aquellos alcornoques y aquellas zarzas que se nos agarraban de manera harto licenciosa. Era una iglesita que habría estado en mejor estado en otros tiempos y que ahora combinaba el blanco de su fachada oeste con el pringado y verdoso lado en el que mostraba su puerta de gruesa madera, ingresada en un arco peraltado.

La alegría fue grande. Íbamos a entrar. No sólo era estupendo por el arte que nos mostraría sino porque suponíamos, en su interior, una sombra fresquita y unos reclinatorios antiguos en los que rezaríamos, si venía al caso y si no venía, supondrían unos asientos confortables. Empujamos el portón, pero no obedeció. Volvimos a empujar y la sagrada, pero diabólica puerta, que no y que no.

Las seis mujeres nos miraron como quien espera de tal tropa que hiciésemos algo. ¿El qué?

Mario que es el más alto y suponíamos que con una inteligencia paralela a la corpulencia, echó mano al mentón y preguntó:

-¿Alguien tiene un martillo? -Nos miramos unos a otros y pensamos que era tonto. Para qué íbamos a usar un martillo. ¡Qué exagerado!

Edelmiro que gastará una talla cuarenta y seis, le indilgó al postigo un patadón de aquí te espero. Claro que la señora puerta ni se enteró. Pues allí descargó otra y otra patada hasta que sus deportivas se fueron a la porra.

Hicimos de todo. Incluso hacer palanca con un bolígrafo de propaganda que se dejó los morros en aquella tabla de castaño.

Las mujeres, siempre más inteligentes, nos sugirieron preguntarle a aquel chico que un poco más abajo, dentro de una cerca de abedules, estaba guardando el ganado acompañado de un perro.

Pero… ¿cuándo los hombres hemos hecho caso de la intuición de las mujeres? Por ello Mario requirió ahora una piedra que le acercó Lorenzo. Lo que hizo con aquella piedra debería reservármelo, pues seguro que estará vedado por las leyes que protegen los cristales. No era tan fácil como pretendía: meter la mano y abrir el trinquete.

Se pusieron tan pelmas, que a la chita callando, fuimos a preguntarle al muchacho. Sonrió y vino. Y de forma muy sencilla, levantó la gruesa alfombra de goma y tomando la llave …abrió sin ninguna dificultad. La solución era sencilla y sólo se necesitaba hablar con el chiquillo.

Aprendimos dos cosas: Que nosotros, como Putin, intentamos arreglarlo todo, a lo bestia, con el martillo y sólo provocamos, con esa machista actitud, un estropicio; y que ya no somos un grupo de mozalbetes y así, cuando debemos subir una cuesta, por mucho que juremos que subimos… la verdad es que vamos bajando.

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