Opinión

Melinda se preocupa

La noche cayó aquel día súbitamente, como una cuchillada: rígida, húmeda, fría y tensa.

Melinda, después de aquel programa de la televisión, comenzó a cabecear y se acostó con todos sus problemas a la espalda. El remordimiento por lo que había hecho, se le clavaba entre los omoplatos y le impedía dormir a pierna suelta.

En la oscuridad de su habitación escuchó algún tipo de rozamiento en la pared. No sabría, dada su situación, si era real o fruto de aquella automedicación. Notó cómo se le erizaba el pelo. Un sudor frío le inundaba los pechos y discurría por los brazos. La boca seca le exigía una bebida fresca. Estiró, o creyó hacerlo, sus manos hacia la mesita para abrir el pequeño frigorífico. Volvió a escuchar un roce muy fuerte, ahora sobre la colcha. Los latidos acelerados del corazón le inflamaban la garganta. Se fue la luz y al intentar encenderla, de nuevo, percibió una mano grande, que se aferraba a la suya. A punto de explotar sus sienes escuchó aquella voz paterna:

- ¡Hija! Hija…

- ¡Hija! Hija… repetía el eco que percutía contra todas las viejas bigas de eucalipto aquel secreto que temía ser descubierto.

Una mujer, con un remordimiento entre los brazos, duerme mal desembarazándose de esas imágenes hipnagógicas. Al final, esa lucha cuerpo a cuerpo entre ella y el arrepentimiento la fue minando y terminó por dormirla allá a las seis y cuarto de la mañana. Suponiendo que dormirse sea tener un ojo cerrado y otro abierto por la pesadumbre.

Ella, química de formación había tomado, como lo hacía habitualmente, un par de pastillas de aquel psicofármaco que se le clavaba en el estómago como si fuese puro carbamato. Ni con esas cesaban sus pequeños temblores. Contaremos que no en pocas ocasiones era objeto de tremendas pesadillas de persecución, calamidades… en fin, lo que usted sabe que ocurre en esos episodios que los psicólogos conceptúan como NREM.

Después de aquello, nada se le arreglaba ni con pastillas ni con escrúpulos. Ella sabía que estaba pasando el duelo y que necesitaría algunos días para que su conciencia se adormeciese y se convirtiese en una tabla. Mientras eso ocurría, se le tambaleaba ese mundo de las cosas que no podía controlar como quisiese. Pero si quería vivir tranquila era consciente de que no podía vivir así, acoquinada.

No se arrepentía, en absoluto, de su acción drástica y radical. Los problemas hay que dominarlos, pensaba ahora de mañana, y montarlos a horcajadas y a pelo como si fuesen esos corceles que patean locos la playa.

Se daría una ducha lo más fría posible. El frío del agua funciona como aquellas antiguas sanguijuelas provocándonos esos espasmos musculares tan necesarios. El ujier le pasó el aviso: “La llaman por el nueve”.

Aquel viejo sistema telefónico convivía con las modernidades de la informática. Pero estaba claro que, para nitidez, pensaba ella, nada como un teléfono fijo. Levantó el auricular adivinando cualquier cosa baladí.

Una voz algodonosa vocalizó este exiguo mensaje:

-He visto lo que has hecho y sé quién eres.

-He visto lo que has hecho y sé quién eres - volvió a repetirle, en bucle, aquel auricular Senneiser HD 25.

(Capítulo 13 de Paso Stelvio. Continuará).

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