Opinión

Mirlos blancos

La luz se ha convertido, ahora, en junio, en un montón de mirlos blancos. Se dice que no existen, pero todos les hemos visto. Cómo van y vienen, cómo se ponen los “epis” verdes o azules, e incluso cómo se enfrentan a pecho limpio y a cara descubierta a ese minúsculo y mortífero enemigo. 

Cuando entró la pandemia despeinada y con su cara de horror y miedo, se rompieron todas las estructuras. Y cuántas veces se miraron las manos y se sintieron ineptos sin serlo, se sintieron incapaces sin serlo. Les habían formado para unas enfermedades catalogadas, estudiadas, revisadas, publicadas en revistas de prestigio pero vino ésta y hasta las publicaciones científicas apenas sabían nada. Debieron formarles para el desconcierto y para el imprevisto. Porque así vino, oculta en el silencio, saltándose las vallas de todas las casas y aporreando todas las ventanas como una furia esquizofrénica y desenfrenada. 

Hasta no hace mucho un médico era una señora o un señor al que habían regalado un fonendo el día de su final de estudios. Y orgulloso lo colgaba de su bata repleta de bolígrafos. Ahora es la misma señora o señor pero sus medallas son, y seguro que ya lo eran, el esfuerzo, el pundonor, el bien hacer, y la lucha por la vida. 

Cuando alguien pregunte a una niña o un niño qué quiere ser de mayor van a contestar irremediablemente: médico, fisioterapeuta, enfermería… y es que los sueños de niño son unas pompas de jabón que inundan el aire y cuando explotan sus colores, qué pena, se convierten en candor herido.

Cuando alguien pregunte por los héroes de este tiempo, del año 2020, veremos galopar caballitos de largas crines surcando el cielo llevando a sus espaldas a los héroes “desenmascarados”. Huérfanos que fueron de sus propias defensas no dudaron un instante y se arrojaron, cuántas veces, al vacio.

Me contaba mi madre, que a su vez le contaba la suya, cómo en aquella aldea preciosa y minúscula de Fornelos de Coba, en aquel año también aciago de 1918, cuando la gripe española, habían muerto “10 Marías”. Era un dato nada estadístico sino tierno. También habían fallecido con otros nombres, pero sólo de ese habían sido diez. Interesado por la noticia, ya de niño, busqué fotografías antiguas de aquella prensa. Recuerdo que los sanitarios que aparecían llevaban mascarilla. Los nuestros, los del 2020, no siempre tenían.

Me pregunto qué vida estará ahora en el aire. Miro desde el alféizar y me viene un olor a fruta, a mermelada de naranja amarga, a risas de las gentes que ya pueden, por decreto, quererse hasta un 75 por ciento. Las calles van poblándose poco a poco. Llueve fresquito en este junio y los tejados grises y rojos van llenándose de puntitos húmedos que luego se desparraman y gotean como cuando alguien se va y nos deja de recuerdo la nostalgia.

Nadie sabe si remanarán estos bichos “diecinueves”, y si volverán, ojalá no, a empujarnos, a la fuerza, a la buhardilla. Pero vamos a tener fe y creernos que habrá mañana y pasado por la mañana.

Mientras escribo una ambulancia pasa con su quejido largo. El miedo -pájaro carpintero- se nos posa en el corazón, pero se nos llena el aire de mirlos blancos.

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