Opinión

Mu se escapa al cine

Comenzó a correr entre los chicos la novedad de que el servicio nacional del tijeretazo había clasificado aquella película de la ciudad, como sólo para adultos. 

Se reunieron en camarilla y discurrieron. Por las entradas no había problema pues uno de ellos le substraería a su tío, el acomodador, un número suficiente. La logística tenía otros estorbos. ¿Cómo escaparse del centro? ¿Cómo volver a penetrar aquel caserón inexpugnable a la vuelta?

Decidieron apechugar con el asunto. Ya se iría viendo cómo solucionar cada una de las cosas que ahora les parecían insignificantes comparándolas con el gozo de asistir a una película R tan prohibida.

Al terminar la merienda aquellos cinco comenzaron a producir cortisol en cantidades asombrosas. Notó como bombeaba su corazón a lo loco, cómo le temblaban las piernas, y cómo la boca se le resecaba y era sólo una lija. Pero no dijo nada. Habían contado con él y eso ya era una victoria. Saltaron por la ventana del salón de actos que era la más baja. Supuso que tirarse desde aquella altura era como hacerlo desde un avión de aquellos de las Hazañas Bélicas. Aterrizó de mala manera en la acera, sintió un latigazo en la rodilla derecha…pero estaba contento. La oscuridad de aquella tarde invernal les había hecho invisibles. 

Las calles aquel domingo se habían llenado de gente. Se miraron unos a otros y se fueron preparando para el asalto, como un grupo seleccionado de soldados de élite.

Sabían que a cualquier pregunta de los señores acomodadores habrían de responder ensuciando la voz, suficientemente, como para dar la sensación de más edad. Las bufandas a cuadros y aquellos gorros de invierno les dejaban al descubierto muy poco más que los ojos. Claro que el cortador de las entradas llevaba mirándolos un rato largo y estaba a punto de echarse sobre ellos como ave de rapiña.

De pronto uno de sus ayudantes le tocó en la espalda y le entretuvo con no sé qué cosas. Notaron que mientras le hablaba en alta voz, a ellos les hacía gestos para que avanzasen y pasasen a gran velocidad. Estaba clarísimo que era el tío acomodador al que le habían birlado las cinco entradas. Ya dentro le cayó la del pulpo al pobre sobrino, pero mantuvo la compostura y alumbrando con aquella linterna fue indicándoles los últimos lugares de la última fila.

Superado el NO-DO la película mostraba pocas ternezas, de aquellas que ellos conjeturaban. Aunque, en la fila 34, allí sí que estallaban los besos y volaban manos, rodillas y un montón de risitas bobas. ¡Qué insólito!

Al salir, respiraron profundamente. No lo esperaban, pero la luz de las farolas hacía brillar aquella nieve que caía a grandes copos.

Para volver los otros cuatro, como pudieron, fueron subiendo, a resbalón limpio, aquella muralla que rodeaba el centro. Él ni lo intentó y lo hizo por la puerta principal. La portera le saludó y se extrañó. Sonrió lo más dulcemente que pudo y le inventó una inverosímil historia según la cual había acompañado a su padre a una entrevista con Francisco Franco que estaba de paso. La monja, algo aturullada, se creyó aquello tan alucinante y habló con sus compañeras para que le diesen la cena a aquel pobre chico que no había podido llegar antes.

Ellos, los otros, castigados sin cena y de rodillas. Les habían pillado. Les pasó unas chocolatinas.

 Entonces les explicó, al oído, que las mentiras, para ser creíbles, han de ser grandes.

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