Opinión

No me diga

Sea como fuere, ordenó un poco la estancia pues le habían avisado por el telefonillo de que a tal hora pasaría a verlo el fraile. Recordó aquella broma que hacían sus paisanos sobre el afán petitorio de algunos de estos dómines: presentaban una mano extendida en tal posición que su palma estaba boca abajo. Entonces preguntaban ¿qué es esto? Tal vez desconcertados, los oyentes, no sabían responder. Entonces lo hacía el propio interrogador. Es, decía, un abate difunto. Y… cuando solicitaban su explicación, concluían: si estuviese vivo tendría la palma de la mano hacia arriba.

Se rio a carcajadas, pero él sólo y para sus adentros, que es la forma de hacerlo los que observan todo con retranca.

Apenas podía programar la estancia en aquel antro, pues por su habitación de hotel, ahora casi su oficina, iban pasando esos seres estrambóticos que le buscaban como un referente imprescindible. Eso le producía desasosiego, lógicamente, pero también le otorgaba un status con el que no había contado en su ya dilatada vida. Había pasado, sin comerlo ni beberlo, a convertirse en un respetado gentilhombre.

Había huido de aquel pillabán de traje talar. Su sola presencia le había llevado a meterse de hoz y coz en aquella bodega del hostal y a llevar un susto morrocotudo con la presencia de aquella gata maulladora, del final del capítulo cinco.

Unos golpes mínimos en la puerta, le avisaron de la denostada visita. ¿Qué tendría que ver con él un franciscano? Pronto lo sabría.

Entró, despacio, con pasitos cortos y se presentó lo mejor que pudo. Él, sentado en el hueco del ventanal, se imaginó ser un obispo de ringo rango recibiendo a un frailecillo de poca monta. Le provocaba un placer especial su observación: esa parsimonia con la que hacían las cosas, como si el tiempo les perteneciese, esa vacuidad de sus frases hechas, sin aportar una solución a ningún problema… le exasperaba.

Comenzó fray Silverio, como dijo llamarse, haciéndole ver que le enviaban desde lo que llamó Secretaría de no sé qué. Le oyó, al fin cortésmente, sobre aquellas peticiones que le hacía. Él nada podía, ni hacer, ni dar, ni resolver, porque sólo era un viajero al que habían otorgado una personalidad que no le correspondía.

El fraile creyendo estar con quien no era, tocaba un montón de temas y le vino, casualmente a hablar del alma.

Y mientras hablaba, sus manos manejaban temas esenciales tales como la ternura, la finitud, el amor, el dolor, la esperanza, el dolor… como si fuesen cajas vacías y no verdaderamente ocupadas por cerámica altamente frágil.

Entonces él, por salir del atolladero, ya que no era muy ducho en teologías se sacó de la manga, que era más estrecha que la del fraile, esta opinión:

-Yo, medito si el alma será o no, aquel niño que fuimos un día. Aquel niño que creyó en el bien, que fácilmente era solidario, que compartía sin problemas cualquier cosa. Que era tan inocente que el propio Jesús le puso de ejemplo. Luego, llegada la adolescencia comenzamos a asesinar a aquel niño ingenuo que entonces fuimos.

-No me diga.

-Sí le digo.

El fraile se estremeció. En la estancia penetró la canícula y se fue posando por doquier como una trémula polilla.

(Tomado del capítulo 9 de “Paso Stelvio”. Continuará).

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