Opinión

Nocturno

Casi de repente la oscuridad comienza a restregarse por las paredes. Si hiciésemos una toma de cine desde arriba, una toma cenital, veríamos a un viejo, allí bien abajo, en una humilde casa.

El hombre escribe con un canijo lápiz de los almacenes. Mientras lo hace, ensortija con la mano izquierda su blanco cabello y parece que fantasea y divaga.

Nosotros, claro, no podemos verlo desde tan de arriba, pero los ángeles que pululan los aires y las noches de luna, sí pueden hacerlo. Ahora suponemos que le sonríen de manera vegetal y cálida. A las noches, cuando la luna no lo es sino un queso de tetilla, cuando el mundo no lo es sino un montón de insectos sumidos en unos ruidos de plexiglás; cuando los grillos se frotan las manos trasparentes porque comienza el frío que, quieras que no, viene del rio…entonces mismo, el hombre viejo juega al Solitario con la baraja y hace anotaciones sobre el papel de celulosa de su retrete suponiéndolo una impoluta cuartilla blanca.

Desde abajo, sin embargo, sólo vemos al hombre que fue y ya no es. Suponemos que por eso cuando sueña escribe y se pone a escribir cuando sueña y entonces se le aparecen los enanos del bosque. Esos que tienen morriones rojos y zapatos puntiagudos como los calcetines. Y le hablan, y le bromean y le tiran de la barba. Porque no lo hemos dicho pero este hombre tiene barba.

Su vejo reloj de plástico, hace rato que ha marcado la una de la mañana. Suspira, a saber, por qué, y se queda dormido sobre su baraja que está esparcida sobre la mesa de madera contrachapada. Bueno, a esta hora todo el mundo duerme acurrucado y se deja las luces encendidas. Es habitual en este pueblo, cuando todos planchan una u otra oreja, la luz, ella sola se pone a mirar cuadrada por las ventanas. Porque a la luz le gusta chafardear como si fuese una criada de un siglo pasado, de esas que llevaban cofia y obedecían a las madamas.

La noche va rodando despacio, despacio, aún más despacio para no despertar a la gente de tantas casas, que están exhaustas de cortar leña, afilar las guadañas, buscar las cabritillas perdidas o recoger las manzanas. A saber…cada uno su trabajo. Los soldados hacen que vigilan y el cura que confiesa y el maestrito de este pueblo de Antioquía hace que enseña. Pues eso: buenos modales, las matemáticas y un cuadernillo que le enviaron por el cartero para que se ponga al día a distancia.

La pequeña carretera que atraviesa el pueblo se pone a estirarse con el alba, ladra un perro pequeñajo y no pasa nada, pero cuando lo hace el mastín del farmacéutico, ese que tiene la voz ronca y estropeada…entonces se arma un guirigay, se despierta el viejo que dormía a naipe suelto y entonces, sí, se mete en la cama. Lo hace a modo, abriéndola despacio como si fuese el sobre de Hacienda, o una invitación del señorito del pueblo para que en los ratos libres le trabaje el “Souto”, o le limpie el “Aira”.

Ahora sus sueños serán secretos y sólo los conocerá la almohada. Ni él recordará lo que sueña ya que no merece la pena andar recordando que es un hombre desdibujado, que fue feliz, un día, al escuchar el ritmo de las maracas. Y le llamaban sandunguero y les regalaba, detrás del palco, besos pequeños en el cuello a las muchachas.

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