Opinión

Oración del soldado

Reclino mi cabeza sobre este feldespato. Está frío. Estoy en esta zanja que es mi trinchera. Me siento amilanado. Guardo silencio. Ahora mismo, un pedazo de metralla pasa raudo. Me quedo sin respiración, y me baja por el cuello un sudor helado. Tabletean las ametralladoras, chirrían las cadenas de los blindados y el miedo subido a mis hombros es un gatopardo.

Nos disgustan los hospitales porque huelen a pócimas, alcoholes, detergente y amoniaco. Pero este olor es peor. Huelo a muerte. Creo que huele fétido e impuro como un mal presagio. Es un olor chicloso, repulsivo y agrio.

Todos somos valientes, pero todos tememos que envuelta en un ¡ay! llegue la mala suerte. Hoy afila su guadaña y se ríe de nosotros lanzando al aire un montón de coronas de magnolias, crisantemos, gladiolos y claveles.

A las tres, Señor, ahora me acuerdo, bajas a mi pueblo y te veo llorando con nosotros y vistiendo aquel manto de luz del mediodía. Y bendices con tus manos heridas los corazones de tanta gente dolorida. Y pareces uno de nosotros, el hijo del albañil y de María.

Hoy has vuelto, siempre vuelves, y te veo caminar por el campo de batalla y agacharte a coger en brazos, a aquellos que buscando la paz pierden la vida. Y vuelvo a ver clavada en tu pecho la lanza de Longinos… el soldado.

Hace falta valor y espíritu de sacrificio, dijo ayer el coronel ese del bigote y del gabán desteñido. Esperamos y esperamos como los viajeros de un autobús que no nos ha de llevar a parte alguna, a no ser, más allá del horizonte en el que comienza el infinito.

Ahora… tic… tic… escucho el canto del petirrojo. Seguro que se ha escapado del jardín de mi casa en el que tiene un nido con tres huevecillos azules que cuida con cariño. Por eso pienso en mi casa con la mesa puesta ya para la cena, con su mantel a cuadros, la jarra de cristal de mi padre y mi madre rezando un rosario repleto de suspiros. Qué guapa estará mi hermana con su tableta informática atestada de fotos del que, siendo ya su novio, nos dice que sólo es su amigo. También se fue a la guerra pues cumplirá diecisiete de esta manera tan rara que es pegando tiros.

No soy malo, Señor. Mira que pobre soldado soy si aún guardo en esta mochila grande mis cromos, mi videoconsola portátil y dos lapiceros. Ahora me avergüenza que me veas así agarrado a este fusil G-41. Sus tiros son espumarajos de fuego, el dolor velado en plomo que abatirá a quien dicen que es mi enemigo porque es extranjero o quiere algo diferente de lo que yo quiero. Por eso no te pido, no debo hacerlo, que me des un pulso certero para abatir a quien no conozco y que está temblando como yo, metido en su agujero.

¡Pam! ¡Pam!...

¡Qué potente ha sido el estampido! Lo siento aquí mismo como un grupo de abejarucos que se han metido en mi oído. No siento mi corazón. Disuelto como un terrón de azúcar me diluyo en ti, realidad infinita, amigo de los pobres y de las mujeres que rezarán por mí mojando sus dos dedos en la pila de agua bendita.

Hacen bien en rezar por éste que fue un soldado y ahora es sólo agua y barro en el camino. Avisen, por favor, a mis padres de que ya se les ha muerto el niño.

Y el petirrojo… tic… tic… cantará una triste canción, sobre el verde olivo.

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