Opinión

París en una servilleta

Hoy leo despacio, con un tono casi melindroso este poema que he escrito sobre la pequeña mesa patizamba y coja que me han puesto en este bar, en la terraza. Tú sabes poco de nosotros. Ni sospechas que somos de esos poetas, míseros buscadores de las hierbas arrojadas, esos del tres al cuarto, que de tarde en tarde van y se ponen a mirar para dentro. No por pura casualidad sino porque, a lo mejor, hemos percibido en el aire que alguien pone sobre nosotros los ojos y los ojos de alguien son siempre dos palomas que nos revolotean livianas el pecho:

Dormir acompañado es una maravilla. Si lo haces, desnudos los pies, a pecho limpio, percibes la suavidad de las sábanas acariciándote el cuerpo. Luego una nube se desmenuza en aquel cielo repleto de blancura y besos.

Si alguien ocupa tu cama y ves que llega voluptuosamente, mimbreándose como se mueven tus árboles por el viento, entonces encontrarás, inexplicadamente, la palabra exacta que rimará a tutiplén con aquella del poema al que robaron los versos.

Si quien te entrelaza sus brazos, también lo hace con sus libélulas piernas, tendrás la sensación de que eso del amor es la sangre vertida por la espada de los esgrimistas, en medio de la plaza, donde se dirimen los duelos.

Los sentidos son entonces pequeñas estrellas, minúsculos puntos de luz, que van explosionando constante y fugazmente. Subes como un alpinista todas las montañas, pero de pronto resbalas y te caes para siempre por el terraplén del alma, donde estallan los espejos.

Cuando entonces dices la palabra “corazón” estás mintiendo y lo que quieres decir es primavera con millares de floripondios, o verano con extraviados visitantes de tu pueblo, u otoño con millones de hojas amarillas acostándose en tu suelo, o invierno queriendo congelar para siempre lo que te ocurre esta noche en la que alguien visita, inesperadamente, el jardín de tu casa, descerrajando tu puerta y rompiéndote completamente, en pequeños trozos que van ardiendo y quemando tus enamorados sueños. Y ya sólo eres el fondo del pocillo de café, y eso es un casi nada, unas huellas que predicen tu futuro, sólo posos. Apenas eso.

Llamará la mañana con los nudillos en tus ventanas para posar leve el sol amanecido sobre vuestras almohadas. Y todo será sólo luz subiéndose por el balcón de vuestra casa. Habrá eclosionado el día y unas bayas de enebro se estirarán aún dormidas por la fachada. No dejes que se vaya quien te acompaña. No le permitas que te haga volver a tu vacío primigenio o gritarás sin ningún sonido una algarabía gutural, como lo hacen los insectos.

Y mientras esté a tu lado, tú que no crees ya en casi nada, comenzarás a creer en el creador de los espigados cipreses, en el hacedor de las esponjas que pueblan el aire para ponerse a llover cualquier tarde o por la mañana, en las estiradas jirafas, en los listísimos conejos que te dan pan con ondas, en el mirar almibarado de las madres o en el suspirar o en el reír, o en el despertar adormilado del alba. Y declararás que Dios te está mirando, no desde el ojo triangular sino desde el iris de aquel Cordero que han muerto.

Leo el nombre de este bar y es “París”. Muy apropiado, para que esta servilleta en la que te escribo, se la lleve el viento.

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