Opinión

Paso Stelvio (fastidioso fraile)

Sentado en aquel viejo sillón verde y mullido, piensa. Arriba, en su piso, la gente de la limpieza hace las camas y reponen, supone, el pequeño botecito de crema de dientes, un gorro inútil de plástico para la ducha y en tal caso el papel de wáter.

Su cabeza, como a veces te pasa a ti, transita desesperada de unos temas a otros, de unas a otras preocupaciones. En el cerebro se aposenta todo: lo previsible, los miedos, los sentimientos contradictorios, los deseos inconfesables, el dolor de aquella cicatriz de tu última guerra, las inquietudes, los recuerdos. Los animales no tienen recuerdos y si los tienen no poseen la capacidad para dirigirse a ellos a voluntad. También en eso son superiores a los humanos. Porque nosotros, piensa Boris, tenemos que claudicar ante lo que fuimos o ante lo que hicimos. Ese dolor persiste siempre. O la aflicción porque se acabó aquel tiempo emocionante, o la pesadumbre de que ya se fue lo que nunca poseímos plenamente, y tanta y tanta melancolía. Como aquella tarde que se fue acabando despacito, dorada y cálida mientras ella le tomaba de la mano mientras, tal vez, fingía una sonrisa con aquellos labios rojo granate, recién pintados. Supone Boris que su vida es un juego de Tetris mal diseñado…o puede que no. Puede que aún exista el tiempo para la rectificación.

-Rectificar es de sabios -dijo aquel desconocido e inesperado fraile que irrumpió como burro en una cacharrería, en medio de sus pensamientos.

Aquel llevaba las manos envainadas en sus amplias mangas y luego, siguió adelante, embebido en sus rezos. El cordón franciscano le caía sobre su hábito pardo marcándole un vaivén rítmico para cada zancada. De pronto se paró, volvió sobre sus pasos y le espetó:

-Tengo que hablar con usted señor Gerard. Usted ya sabe quién me envía.

-Le advierto -exclamó irritado- que no me gusta hablar con eclesiásticos. ¿Sabe por qué? Me gusta aprender cosas, pero no soporto que alguien me enseñe.

Boris se incorporó como un artilugio movido por un resorte y lo más deprisa que pudo se metió, para huir, en aquellas escaleras que no sabía a dónde iban pero que sería, presumía, a alguna parte lejos de esas peroratas infernales.

Mientras bajaba, cada tramo de doce peldaños se iba encendiendo una luz mínima que le permitía adivinar dónde poner el pie para no “esnafrarse”.

Así, casi al tuntún, llegó a una mohosa bodega en la que se repartían miles de botellas mareadas. Siempre las imaginaba así, incómodas, por la posición que mantenían en aquellas alacenas.

En ese momento se apagó la luz y se sintió perdido y atolondrado. Así estuvo un buen rato y poco a poco fue adaptando sus ojos a aquel lugar en el que sin comerlo ni beberlo había ido a parar en su huida del fraile.

Recuperado el aliento echó una mirada a la estancia. Las penumbras casi se convertían en personajes reales agachados aquí y allá. Venían a ser espectros que se le reían en la propia barba. Perdido entre los anaqueles, entre los contenedores de plástico supuso que aquello era una perfecta analogía de su propia vida.

Un chillido morrocotudo lo hizo estremecerse. Era un sonido lastimero que le puso los bellos de punta. Luego un ruido de cristales rotos… y volvió la luz.

-Maldita gata -dijo el pobre Boris.

(Capítulo 5: el próximo viernes).

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