Opinión

Paso Stelvio (El vecino de la 28)

Aquella sopa chirla de pescado viejo le provocaba eructos estrepitosos. Los achacaba a aquel consomé amarillo que había cenado con desgana y no a la pequeña tortilla rellena de tropezones de lardo. Siempre le había gustado comer acompañado, sobre todo por la conversación. No había nadie en el comedor sino una criada casi cuadrada. Sin percatarse, se puso a mirarla, bastante apampado, de manera que ella se sintió molesta. La verdad es que en su mirada no había malevolencia. Le producía la misma fantasía erótica que le podría provocar un cubo de Rubik.

Se despidió, no obstante, con toda la cortesía que pudo por el equívoco producido y se fue a la habitación sorteando un montón de esquinas que le confundían como si fuese un laberinto hecho adrede. Ya le habían arreglado la manija con un alambre y ahora por lo menos giraba, aunque arrastrando un “tac, tac”. La atención y el servicio del hotel eran de lo más sórdido y, sin embargo, sin razón conocida, solicitó en recepción otro día más.

Pensó otra vez en la pobre mujer que se había sentido un objeto al ser mirada de esa manera. Sintió remordimiento. Ya sabes que el remordimiento es un zurriagazo, a mano vuelta, que nos damos en toda la jeta.

-Soy tonto de remate. Se dijo mientras el televisor mostraba con una imagen bastante tambaleante un reportaje de no sé qué y en idioma alemán. En ese lugar era bastante habitual repartirse los idiomas francés, italiano y germánico. Él no entendía ni mu.

Se miró en el pequeño espejo y con el dedo índice se limpió lo mejor que pudo la zona molar en la que aún persistían los restos inequívocos de aquella cena insulsa. Al quitarse la camisa su camiseta de tirantes le explicó el por qué tenía tanto frío. No era la zona alpina el mejor lugar para semejante artilugio.

Percibió húmedo el edredón o lo que fuese. Temió por su garganta muy débil para soportar la ropa de cama no suficientemente seca. Se acordó cómo de niño cuando le surgía aquel problema le atacaban las amígdalas con una pequeña torunda de algodón empapado en lo que denominaba la enfermera del internado como “clorhexidina”. Qué guapa era aquella enfermera.

A punto de quedarse dormido se metió bajo la manta. Serían las tres y pico de la mañana, cuando sintió cómo llovía a chuzos. El agua hacía aquel reiterativo ruido. Otra noche en la que era imposible el dormir. Se levantó y miró la calle iluminada por aquellas tres farolas que dejaban caer una mortecina luz amarilla. Pero… no llovía. Entonces ¿de dónde procedía el sonido del agua?

Oyó nítidamente cómo el habitante de la 28 salía al pasillo. También él lo hizo, no sé si por conocer al vecino o por fisgar. El vecino era una mujer altísima que se cubría con un kimono de flores amarillas y hojas verdes desvaídas. Aquella mujer le echó la mirada encima con la misma fuerza con la que tiraría un mueble por la ventana.

-Señor Gerard. Al fin me ha hecho caso y se ha animado a reunirse conmigo.

Boris se quedó completamente desconcertado. Tragó saliva. No conocía de nada a aquella mujer calva que le hablaba de manera insidiosa.

Volvió a su cuarto con esa sensación que suele percibir aquel que recibe, inesperadamente, una patada en salva sea la parte.

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