Opinión

PASO STELVIO

Parecía imposible. De pronto aquel que aparecía como un día espléndido se había puesto mustio. De alguna manera aquella neblina se estaba convirtiendo en diminutas gotas que empapaban el cristal de su viejo Peugeot. El limpiaparabrisas se cansaba de cumplir con su obligación de mantener la visión perfecta del conductor y ahora, que era imprescindible, comenzaba a renquear.

Aquellas marcas de agua se fueron convirtiendo en unas lágrimas que embadurnaban de humedad, de arriba abajo, el parabrisas delantero. Estuvo a punto de aparcar a un lado, pero aquella autopista a ningún sitio reprimía su deseo con aquella ordenanza que se sabía de memoria. Puso la calefacción, pero aquello era peor. Se le empañaba toda la visión y las líneas blancas de la carretera desaparecían. Tuvo que apagarla.

Entonces un frío extraño se le fue apoderando de los brazos, primero, y muy pronto de su cerebro que comenzó a emitir aquellas señales nerviosas a través de su columna vertebral produciéndole escalofríos casi dolorosos. Miró con cierto resquemor por el espejo retrovisor ya que tuvo la clara sensación de que alguien viajaba a su lado en el asiento de atrás. Le pareció, retornando al sentido común, que era una tontería aquel pensamiento de una presencia.

Ver la posibilidad de detenerse al lado de aquella vieja casa convertida en un hotelito de ruta le pareció lo mejor del mundo. Ningún otro auto estaba allí en el parking. Bueno, pues mejor.

El portalón no se abrió automáticamente como cabía esperar y tuvo que tirar hacia fuera para poder entrar en aquel lugar amplio y con una estética que le pareció la más antigua del mundo a tenor del montón de alfombras que diseminadas aquí y acullá le daban la bienvenida en su caminar blando y algo pegajoso.

La chica recepcionista ya entrada en esa edad indefinida en la que la juventud ya pasó y a la senectud se la espera con recelo, le miró educadamente. Reconoció que debió ser una mujer hermosa. Le pidió la documentación y percibió en ella un claro temblor de manos, aviso casi evidente de un Parkinson que ya tenía una pequeña presencia en el mentón.

Pidió, sin saber por qué, habitación para dos días. Nada de ascensor pues lucía un cartelito de no funciona. Lo acompañó al segundo piso. En la búsqueda de su habitación observó cómo el dormitorio con el número 28 aparecía como más pulido y con su puerta brillante. Le indicó el número 29 y allí se entró poniendo sobre la colcha aquella cartera de cuero marrón.

No sabía por qué se detenía allí. A veces la gente hace cosas que no tienen demasiadas explicaciones. Es como si aquel casón feo y posiblemente decimonónico le hubiese atraído de manera inexorable.

Sentado a los pies de la cama echó un vistazo. Un televisor del año catapún, un mueble de correas para maletas, un armario ropero con seis perchas peladas de plástico de diferentes colores. El baño era tan minúsculo que cuando orinó con dificultad, como le ocurría siempre, dejó constancia en la moqueta azul cobalto.

Pensó en dar una vuelta para hacer tiempo. Era imposible. La manezuela giraba sin ton ni son y hacía imposible salir de aquel antro. Se sintió atrapado. Angustia. Un leve mareo. Sensación de asfixia. Corrió a la ventana y tiró de la asquerosa correa. Ya se había hecho de noche. Tomó aliento. Desde allí leyó el anuncio del hotel en un chisporroteante cartelón: “PORTO DI PACE”.

(Novelita por entregas. Continuará)

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