Opinión

Pato a las dos naranjas

No hay escritos sobre lo que sienten, de verdad, los niños en la infancia. Hay tratados de psicólogos y pedagogos, pero yo creo que se los inventan. Es preciso que cada uno, recurra a su propio tiempo irrepetible para volver a sentir las emociones prístinas y primigenias. Bajar aquella calle de jefe de ocho o diez patos todos con su parpar, sus patas amarillas y sus irisaciones que pueden convertir el gris en verde fosforito o en un malva con azules, es un sentimiento siempre inenarrable.

 No tenía yo más que siete años y tal vez ellos, los patos de mi padre, fijaron en mi interior una admiración por esa naturaleza compuesta de bichos, aves, gatos, cuervos, sapos, admirados grillos, perros de caza o guardianes, libélulas a las que alguien llamó, aún no he descubierto el porqué, caballitos del diablo, pegas blanquinegras, saltamontes zancudos, lagartijas verdiblancas. Aunque en ese saco de impresiones infantiles también caben un señor que iba a regar con su azada, el aire de las ocho de la tarde musicalizando las choperas y la señora que bajaba al río con su cántaro a recoger agua por cuatro pesetas o un muchas gracias.

He dicho que, de aquellas, era yo el jefe de aquellos preciosos patos, pero miento como un bellaco. Ellos sin más autoridad que la propia bajaban erguidos toda la calle, chulos, políticos sin bajeza, y jamás se equivocaban cuando cambiaban de ruta o caminaban la carretera de Pombriego  bordeándola siempre por la izquierda.  El río Cabrera les esperaba siempre con sus aguas revueltas, frías, llenas de mozas de muslos blancos y de madres de las mozas  que hacían la colada con un ojo en su niña y con el otro en la orilla de los mozos que les tiraban piropos tan grandes como rodadas piedras. 

Pero aún debe estar esperando el río la llegada de mis patos porque justo antes de llegar, en un regato, a muy pocos pasos, se echaban de repente y salpicaban el agua y buceaban buscando lombrices, insectos, nenúfares o mil hojas acuáticas y extendían las alas salpicando a mis amigos que pasmados les miraban. ¿Aquel cómo se llama? Me decían y yo iba y me lo inventaba. Eran nombres muy nuestros como Capitán Trueno, como Roberto Alcázar, como Crispín como Zipi y Zape, como Sigrid o Jabato. No te extrañe porque aquellos seres de plumas mojadas eran mis mesnadas.

A la orden, no mía, sino de aquel que yo denominaba “pescuezo largo” como una tropa entrenada volvían uno tras otro, en formación perfecta pero dicharachera hasta el gallinero de mi casa.

Un setter tricolor me ladraba un poco porque sabía que me asustaba, pero para mí que tenía envidia de mi fila de ánades que caminaban con orgullo sobre aquellos adoquines hechos de lonchas de pizarra. Los hombres tomaban gaseosas o un vino purrela en sus sillas de tijera en la plaza del toral viendo pasar mis gansos que engreídos y arrogantes les tiraban graznidos. No sé qué sería de mis patos, ni del riachuelo minúsculo, ni de aquellas chicas de largos muslos albos. Pero cuando trita el viento sobre la espadaña y se encienden las luciérnagas, aún oigo los besos planos y redondeados de aquellos animales de mi infancia.

Chirrían las chicharras y aún huele a mi merienda: chocolate y dos naranjas.

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